X
sur añejo >

¡Vamos al Médano! (años 40) – Ana Rosa García Torrent

   

Mi padre, mi madre, mis once hermanos y yo íbamos todos los años al Médano en el mes de agosto. El Médano de entonces era muy distinto al de ahora. No había calles asfaltadas, y el espacio que ahora ocupa la plaza, era una explanada separada de la playa por una fila de tarajales, en la que los días de luna llena se formaba una mareta, y que en las fiestas se usaba como cancha de fútbol. Donde ahora se encuentra el hotel, había un antiguo empaquetado con una escalera de piedra que bajaba hasta la playa, al que llamábamos el salón, construido allá por los años veinte por papá Pepe, mi bisabuelo. Dentro, una pequeña cantina al fondo, y mesas en las que los hombres jugaban a las cartas mientras se tomaban su vasito de vino.

El salón se usaba también para organizar bailes en las fiestas, y hasta alguna vez para proyectar películas (los asistentes debían ir provistos de sus asientos respectivos). La terraza que hay frente al hotel era una duna que se adentraba en las calles y que llegaba hasta donde hoy se ubican los apartamentos Playa Grande. Una casa de alto y bajo con una hermosa terraza exterior que miraba hacia la playa, sirviendo de parapeto para la arena, que se amontonaba allí y seguía su camino por el lateral de la izquierda. En la esquina frente al hotel estaba la casa de seña María, con un poyo por fuera donde se sentaban señores a conversar. Al lado, la venta y la fonda de su hija Amalia, y pegadita, la casa de Rafael y Hermelinda(los padres de Paco y Chano), que hacía esquina. En la otra esquina estaba la casa de doña Carmen Mora, y al lado, donde ahora está el Bar Mario, estaba la central, el único teléfono que había en El Médano, desde donde se ponían las conferencias. Era la casa de Miguelín y Claudina, los padres de Mario el del bar. La casa tenía por fuera un banco de cemento en donde esperábamos para hablar; por fuera todo era arena, una enorme duna que llamábamos ‘el montón’, en donde por las tardes nos sentábamos en corrillos como en la plaza de cualquier pueblo. Las casas de la gente del Médano eran en su mayoría pequeñas y absolutamente elementales. Las de los veraneantes eran más grandes, pero también austeras al máximo.

Muchos suelos eran de cemento pulido, y el mobiliario respondía principalmente a criterios de utilidad: sillones de mimbre, tumbonas, sillas de tijera… Todo lo que había en un dormitorio eran las camas turcas o catres de viento, la mesa de noche (cuatro patas con dos tableros, el de arriba para la palmatoria con la vela, y el de abajo, para el orinal) y un perchero. No había luz eléctrica y la mayor parte de las casas carecían de agua corriente. Enfrente de donde se ubica el BBVA había una fuente que cada mañana surtía de agua dulce al vecindario durante un par de horas. Las muchachas jóvenes iban con sus cubos, calderos o barriles (unos pequeños barriles que venían con las aceitunas) para acarrear el agua hasta sus casas, y se formaba una alegre algarabía en defensa del turno de cada una. Al lado del chorro, como llamábamos a la fuente municipal, estaban los únicos árboles que había en El Médano. Eran tres: dos pequeños y uno un poco más grande al que solíamos trepar. Yendo del hotel hacia Playa Chica, pasado el primer cruce, en la esquina a mano izquierda estaba la casa de tía Pepa, y al lado estaba la escuela. En la casa vivía doña Candelaria, la maestra, con sus hijos Nievitas, Rosina, Toño y Arturo, y con su marido Antonio Perera que era el encargado del correo. Habían tres fondas: la de Israel y Salud en la calle que sube entre la plaza y el BBVA, la de Amalia en la terraza que está enfrente del hotel, y La Pilarica, que estaba por Playa Chica. A pesar de que en cuanto a comodidades y confort, tal y como lo entendemos hoy en día, faltaban muchas cosas que hoy nos parecen imprescindibles, para todos nosotros El Médano era el paraíso… Vivíamos frente a la plaza, donde ahora están los apartamentos Durazno Sur. La casa había sido fabricada por mi abuelo Casiano en la segunda década del siglo XX, a partir de dos chozas que compró cuando su familia empezó a crecer. Era una casa grande con una cómoda terraza en su fachada, mudo testigo durante tantos años de agradabilísimas tertulias; un anexo a la izquierda, en la parte de atrás, para la cuadra y el gallinero, y un gran patio trasero en donde mi abuelo plantó una palmera que nos acompañó a lo largo de unos sesenta años o más. Cuando en la década de los ochenta la casa fue derribada para construir los apartamentos, mi padre mandó trasplantarla al palmeral que hay delante de la iglesia, y el propio don José Ventura, el párroco, me contó que estuvo regándola durante más de un mes para que no se perdiera. Allí vive ahora y es perfectamente distinguible, ya que su tronco es mucho más grueso que el de todas las demás palmeras. El Médano era un paisaje muy diferente al nuestro de La Orotava. Viento y sol, tosca y arena. Y al fondo, bella, atenta y vigilante, la silueta de Montaña Roja y Bocinegro. Fieles guardianes del tesoro: la playa del Médano.