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El amor fue primero – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

En nombre de la Iglesia, ayer fui testigo de la solidez del amor que comparten Alberto y Carolina. “Hasta el final de nuestros días”, se dijeron mirándose a los ojos ante la comunidad reunida. Mientras, dentro y fuera de los muros que nos acogían, abonados a una sociedad más bien líquida, no pocos respetaban en silencio su gesto sin entenderlo del todo, y algunos abiertamente ironizaban sobre el futuro del matrimonio. Hubo muchos que añoraban la limpieza y la frescura de su decisión.

Bueno, es lo que sucede casi siempre cuando dos personas se casan. Es imposible permanecer indiferente ante una decisión ese calado, en todos provoca una respuesta. Como el celibato, también el matrimonio en la Iglesia es un toque de atención para quienes orbitan en el entorno de los nuevos esposos. Todos percibimos la hondura de las decisiones últimas, y ésta es una de ellas, de las que no sólo comprometen para siempre sino que, además, involucran a la persona entera, sin excepciones ni cuartos estancos en los que jugar a que nada de esto ha pasado. El amor siempre impresiona, porque nos pone en contacto con lo que de verdad somos.

No tuve que hablarles de amor para preparar su boda. Si acaso, fui yo quien escuchó desde mi privilegiada atalaya de custodio de mil secretos con qué riqueza de matices se fue gestando su aventura, cómo aprendieron a cogerse de la mano para no soltarla ya nunca.

No tuve que hablarles de amor ni de los peligros del desamor, que se los conocen casi todos. Les hablé de Dios, que hace posible todos los “para siempre”. En realidad, compartimos nuestra experiencia y nuestras ausencias de Dios. Hablamos de Dios, última orilla de nuestras vidas, de la grandeza de conocerle y de la miseria de maltratarle.

“¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero, para que él le devuelva? Él es el origen, guía y meta del universo”, leemos hoy en nuestros templos. Y me resultó más fácil entender al apóstol después de celebrar una boda. Es más sencillo comprender su preocupación para que no confundamos a Dios con los temas del día a día, con las urgencias que emborronan nuestras escalas de valores. Ante un “para siempre” que pronuncian dos personas a las que conocemos y queremos es más sencillo hacerse una idea del proyecto de Dios para cada hombre.

Hemos nacido para reconocerle presente en nuestras vidas. Para disfrutar de él. Para compartir este misterio con quienes forman parte de nuestros horizontes. “Tú eres el mesías, el hijo de Dios vivo”, le respondió Pedro a Jesús. En su contestación descansa nuestra vocación, aquella llamada que nos hace libres para siempre. Tú eres todo lo que espero, todo lo que sueño, todo lo que necesito. Que me falte todo, menos tú. Ésa podría ser la traducción a un lenguaje más asequible, igual de hondo.

Lo que mis amigos se dijeron ayer junto al altar, su “para siempre”, conserva el eco del amor primero con el que fue creado el mundo, es un capítulo de los amores que son posibles porque Dios nos amó primero. Sería terrible moverse sólo en la superficie de la fe, sin llegar a entender que el amor fue primero.
Y que por eso vivir tiene sentido.