Sumergió la cabeza bajo el agua. Como las luces se apagan mientras avanza la noche, los ruidos cesaron. Atrás quedaban palabras, instantes y pensamientos de superficie, de tierra adentro. Cerrando los ojos y dejándose hundir el silencio, en metamorfosis, lo conquistaba todo; los brazos, las piernas, el torrente sanguÃneo. Se acallaban recuerdos, errores, dudas, mientras la masa de agua frÃa seguÃa creciendo sobre su cabeza. Las preocupaciones cotidianas se esfumaban como esas burbujas de aire que, en pequeñas espiraciones, dejaba escapar por los orificios nasales mientras le recorrÃa un tenue cosquilleo. Y seguÃa bajando, sin proponérselo, sin buscarlo, sin nadar, solo en esa mediana que la flotabilidad del cuerpo le daba sin esfuerzo, pero que iba venciendo mientras perdÃa conscientemente el aliento almacenado en sus pulmones. Al abrir los ojos descubrió la claridad azulada, aunque cada vez más profunda, que reflejaba los rayos solares sobre la lÃnea del mar. El brillo de esos peces que atónitos miraban de reojo al intruso, aunque sin ningún tipo de miedo, más bien se apoderaba de ellos la curiosidad de este amable y suave acceso a su universo. En ese mundo de sueños y silencio, la paz, el sosiego, la sensación de vuelta a las raÃces, incluso a esa memoria desconocida del inicio de nuestra vida flotando en el acuático ecosistema de la placenta, se saborea una sensación mágica. Todo es más simple de lo que parece cuando desvestimos la vida de artificio en la que malgastamos nuestras energÃas a diario. El aire se agota y la incontrolable gravedad hacia la supervivencia nos despereza, nos arrastra hacia arriba. El silencio, roto por el oxÃgeno que abandonamos. La luminosidad cada vez más potente. De pronto estamos fuera, sacamos la cabeza, llenamos los pulmones y abrimos los ojos para descubrir que allà arriba nada ha cambiado.