Entramos en las culebras de ferragosto (salvo lapsos de invierno) y otras hierbas. Antes el periodista debía saber, como el médico, dar malas noticias; ahora le toca dar noticias falsas, lo que en redes llaman fake, el scoop de pega, con tal de que sea trending topic a escala viral, una inocentada a lo bestia. A tal punto que en la prensa digital norteamericana se condona la trola si conviene al share. Maquiavelo, en vena: “el fin justifica los medios” y aquel mcluhiano desconcertante, “el medio es el mensaje”. Da igual verdadero o falso, si la gente secunda; siempre habrá un buen making-off del prostíbulo de la primicia. Lo que nos trasviste en fulanas sin operar vendiendo el fake en el bajo vientre. En las redes se dispensa una mendacidad informativa rampante, y falta humor, falta Quevedo entre tanta mala leche sin gracia. Hay loables “periodistas ciudadanos”, y un éxodo de plumas huyendo del vandalismo. Hay poca poesía mundana en esa semiótica del nuevo canon de la comunicación, sobran bardos de los bajos fondos. El periodista se entera de lo que sucede y lo cuenta. De acuerdo. Pero se va extinguiendo el verbo contrastar (ya que el otro sin la “s” se extinguió del todo): el rumor ya no es la antesala, sino el cuchitril de la noticia, y hay nobles embustes, como el mockumentary (confieso que el falso documental de Jordi Évole, Operación Palace, me crea dudas), pues si transigimos por ahí, nada impide la misma “teoría de la recepción” en el bulo de la muerte de Raphael en red, for example. Al taimado Jayson Blair lo aventaron del New York Times en 2003 por falso testimonio (se adelantó a su época). Unos afanando el Watergate y otros el Orson Welles de La guerra de los mundos.
“Nos echarán de menos”, decía el director de este periódico en la presentación de su libro de columnas El fielato (Vereda Colección), y de lo que venía a alertar José David Santos es un mal que nos consume como un ébola en el Gutemberg: si creen que el periodismo sobra, sobran palabras. Ya lo decía Monterroso, que mutó en Twitter. De agostos y sus serpientes sabe la tira Jorge Bethencourt, que bautizó al autor en la MAC: ese “espacio ajeno y peligroso” de las redacciones, a que se refiere en el prólogo. Hablábamos de semiótica, de Saussure, y de la hermenéutica de los signos de un enfermo con almohadilla y hashtag: gente agonista viendo crecer el fenotipo del “nuevo periodismo”. Hay un oficio, un código, unas cabeceras… O le damos el entierro que se merece la profesión, o le damos alas para que se vuelva cóndor el gorgojo sin ojos.