La corrupción confesada de Jordi Pujol ha traÃdo por enésima vez a la actualidad española la lamentable prueba de que somos una sociedad corrupta, una sociedad que vive instalada en la corrupción. Los catalanes confirman ahora lo que muchos suponÃan: que el antiguo presidente de la Generalitat y su familia utilizaban el poder para enriquecerse ilegal e impunemente, porque, por temor a las represalias, nadie se atrevÃa a oponerse ni a descubrir sus actividades. En eso se concretaba su nacionalismo catalán, aunque, por desgracia, el problema no se reduce a Cataluña, el problema se extiende a toda España. Y el nacionalismo catalán no es el único que sirve de disfraz a la corrupción; en Canarias sabemos mucho de eso. Pero, ¿por qué somos un pueblo corrupto? ¿En dónde reside la diferencia?
La cultura ciudadana y polÃtica de los españoles, su orientación a valores cÃvicos y polÃticos, adolece de una enorme cantidad de elementos negativos que lastran nuestra adaptación a las exigencias de una sociedad moderna y democrática. Precisamente se trata de que carecemos de tradición y de referencias democráticas homologables con las sociedades de nuestro entorno. Por el contrario, estamos acostumbrados a enfrentarnos entre nosotros -y a matarnos- sistemáticamente cada cierto tiempo, hasta el punto de que lo de las dos Españas no es una mera figura poética o una licencia expresiva del poeta, sino una realidad auténtica que, lamentablemente, todavÃa está presente en la sociedad española. Desde la guerra civil de las Comunidades castellanas y las GermanÃas de Valencia hasta las tres Guerras Carlistas del siglo XIX y la última guerra civil, pasando por los enfrentamientos de 1640 y la Guerra de Sucesión a la Corona que, entre otras cosas, nos costó Gibraltar, nuestra historia consiste en una serie de guerras civiles y enfrentamientos fratricidas, sin contar los pronunciamientos militares, los golpes de Estado y los asesinatos polÃticos, incluyendo varios presidentes del Gobierno. En nombre de la memoria histórica se buscan los restos humanos de la última guerra civil, pero, si seguimos profundizando en nuestra geografÃa, encontraremos en sucesivos estratos los restos de nuestros enfrentamientos anteriores, que avergüenzan nuestra historia.
La imbricación entre la sociedad española y la religión -la jerarquÃa católica- ha sido absoluta, hasta un punto solo comparable en Europa con los casos irlandés o italiano del sur, o el caso griego respecto a la ortodoxia. Y esa imbricación ha supuesto que nuestros valores y referencias han sido exclusivamente los de la Iglesia española, una Iglesia, además, que en muchos perÃodos no se ha caracterizado por su modernidad. Cuando el proceso de secularización ha resquebrajado o destruido esos valores y referencias católicos en un segmento significativo de la sociedad española, el resultado ha devenido en la nada, en la ausencia de cualquier valor y cualquier referencia. No hemos sido capaces de construir una moral pública, una ética cÃvica, no anclada en la religión, como han hecho las sociedades del norte de Europa. Y si a eso unimos nuestra concepción picaresca de la vida, la tragedia está servida.
Somos una sociedad picaresca, una sociedad de pÃcaros persuadidos de que si las normas y las leyes son democráticas, eso significa que no hay que cumplirlas, incluyendo la Constitución. Unos pÃcaros que piensan que los derechos no tienen lÃmites y se ejercen como cada uno quiera, y no de acuerdo con las leyes que los regulan y limitan. Unos pÃcaros para los que ganar unas elecciones implica obtener una patente de corso para apoderarse del Estado, de las comunidades autónomas y de todas sus instituciones. En resumen, somos una sociedad desarticulada y corrupta. Porque sufrimos una corrupción social y polÃtica generalizada de proporciones gigantescas. Sufrimos una clase polÃtica, unos partidos y unos sindicatos corruptos. Sufrimos una Justicia injusta y desigual, en la que medran los polÃticos y no los buenos profesionales. Desde las más altas instituciones del Estado hasta el último ayuntamiento, nuestros dirigentes y gobernantes no se han hecho respetar ni han cumplido su deber de ejemplaridad. Y como no se han hecho respetar, la gente les ha perdido el respeto. La sociedad española no respeta ni a su Parlamento. Porque, por citar un caso, únicamente en una sociedad sin tradición ni referencias democráticas es concebible una convocatoria bajo el lema Rodea el Congreso, el sÃmbolo y el depositario de la soberanÃa del pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, según establece la Constitución. Esa fue la convocatoria que hicieron la Coordinadora y Plataforma 25-S, y los opositores a la Ley de Seguridad Ciudadana promovida por el Ministerio del Interior. Y, por desgracia, hay antecedentes de tentativas de asalto al Congreso de los Diputados y al Parlamento de Canarias, entre otros parlamentos autonómicos, y de amenazas e intentos de coacciones a los diputados. Y eso que, como no podÃa dejar de ocurrir, el Código Penal sanciona tales comportamientos.
¿Qué hacer? Pues podemos hacer muy poco: la cultura y los valores no se cambian por leyes ni Constituciones. Mientras tanto, nos queda lamentarnos y aprender a convivir con la corrupción.