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La cruz de la verdad – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

El problema no es negarse a cargar con la cruz de cada día para seguir a Jesús, tal como el maestro pide que hagan los que quieran estar junto a él. Yo creo que el verdadero reto es que cada uno alcance a definir cuál es su verdadera cruz. Tenemos la tentación de inventarnos cruces. Sí, eso pienso: inventar cruces bien visibles con las que salir al camino. A menudo escogemos este atajo para mostrar a Dios y -sobre todo- a los hombres los pesos con los que la vida ha ido cargando nuestros hombros. Pretendemos usarlas como los argumentos sangrantes con los que justificar nuestra cara de vinagre o nuestra falta de esperanza. Nos hacen daño, sin más, y por eso los llamamos cruces. Pero ése no es el madero al que estamos clavados. Más bien ésas son las razones por la que nos convertimos en una cruz para los demás y para Dios mismo. Cuando nuestro Señor nos convoca a tomar la cruz de cada día, lo que hace es espolear nuestra indolencia para que nos sondeemos más allá de la superficie edulcorada en la que vivimos, hasta alcanzar lo que verdaderamente somos: ese lugar de nuestro interior donde no cabe el engaño, ni la apariencia. Donde nos vemos tal cual somos. Con verdad. Donde convive nuestra fragilidad mezclada con sueños. Es ahí donde acontece nuestra verdadera cruz, fabricada de desengaños de nosotros mismos y de lo que nos rodea. Donde emergen los temas que nos hieren y no hemos sanado. Donde hierven las rupturas de nuestra personalidad, tan dada a crear compartimentos estancos en los que vivir al margen de nuestras convicciones y de lo que anunciamos. Allí donde reposan nuestros dolores viejos y nuevos, allí está nuestra cruz. Hoy todos los ojos están puestos en el madero que sirvió de escenario a la muerte del redentor del mundo. Hoy se convoca a todos los cristianos a abrazar su propio madero para ponerse en camino, no para regodearse en él. El día a día es el espacio elegido por Dios para sanear nuestras congojas en la medida de lo posible. Al menos, para reconciliarnos con ellas, que es el primer paso para desterrarlas de nuestra existencia. Quiere Dios que nos pongamos en marcha para aligerar el peso de nuestras cruces, que se revisten de triunfo al contacto con los demás y ante la presencia de Dios, capaz de devolver la vida a los charcos de agua estancada que tenemos por ahí adentro: las verdaderas cruces, las que no sacamos a paseo como esos falsos estandartes que algunos usan para competir en dolor con los demás. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen él”, se lee hoy en los templos. Es por ello que la cruz se nos propone como camino de encuentro con el amor de Dios, como antídoto ante la falsa sensación de triunfo y omnipotencia que en ocasiones nos deforma. No es un escaparate de la presunta crueldad de un dios enamorado del dolor. La cruz es liberación porque nos pone en contacto con nosotros mismos y nos abre la puerta que desemboca en Dios. Al sondear nuestros dolores más íntimos, al sanearlos, al enseñarnos a cargar con ellos, los ojos fijos en Jesús, no entretenidos en nuestras cosas.

@karmelojph