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Desesperas – Por Indra Kischinchand López

   

Manuela era aún demasiado ingenua y demasiado impulsiva; quizás por eso seguía creyendo que existía un futuro más allá del hoy. Hacía honor a esa canción que parecía estar escrita para ella en la que, a simple vista, la única coincidencia entre ambas era una letra usada que no había perdido su esplendor.

“Manuela nunca dudó que me quería a pesar de todo, pero el día que se fue no le importó dejarme solo”; estoy seguro de que lo hizo por esa maldita manía suya de no esperar nada de nadie. Ni siquiera de sí misma. La que nos convirtió en dos desconocidos después de haber compartido hasta los miedos. Era joven y solo había vivido en versos. Aun así, creía que se las sabía todas y yo no la contrariaba en aquel aspecto. Su experiencia literaria bien valía más que la mía en años.

Por eso cada vez que me decía que ella se fiaba más de los políticos que de su hermana yo le observaba incrédulo, ante lo que ella respondía: “Ya te lo he dicho mil veces, hay momentos en los que se confía más en un desconocido por su mirada que en un conocido por sus palabras”. Y allí me dejaba, como vacío por dentro. Sin versos y sin besos. Sin consuelo. Posiblemente, aquel fue el motivo por el que me abandonó. O como diría ella, por el que me dejó marchar.