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Un don nadie envidioso – Por Carmelo Pérez

   

El peor problema de la envidia es que quien la sufre fácilmente encuentra excusas convincentes para justificar esa pelusilla que siente. Es lo que le pasa a los jornaleros del evangelio de hoy: que parece que se quejan con toda la razón del mundo. De hecho, pocos serán los que defiendan que merece la misma paga el que empieza a trabajar a las siete de la mañana que el que lo hace cuando apenas queda una hora para acabar la jornada laboral. Pocos, aunque sí Jesús. En el fondo, la envidia es una forma entre muchas de reflejar el vacío que sufrimos por dentro. De la misma familia que los celos, la maledicencia, la venganza, el rencor… la envidia es un mecanismo que se pone en marcha cuando las personas no encuentran nada en su interior. Al menos, nada valioso. Cuando los adentros son un pozo sin fondo necesitado de experiencias positivas, de proyectos compartidos, de sucesos de amor, de afectos en común… cuando nada se tiene más que el propio cansancio, hay quien se equivoca y trata de llenar ese agujero con los méritos y las grandezas de los demás.

O intentando disfrazarlos como propios, o sembrando las dudas sobre el bien ajeno. Lo bueno es que los envidiosos engañan a muy poca gente. Si acaso, a otros envidiosos como ellos, en una espiral de miserias compartidas, un pacto entre ‘donnadies’. Y lo malo es que muchos se ven obligados a jugar a sus juegos, porque lo de la envidia es muy común entre personas con poder, con capacidad para ningunear a los que no bailan a su son. En fin, cosas de la vida. Cristo nos da hoy dos lecciones sobre el tema. Con rotundidad, no a la envidia: “¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”, dice el Señor. Da igual llegar por la mañana o por la tarde a la fiesta de la vida en plenitud. Lo importante es haber descubierto la verdad sobre uno mismo y sobre la existencia toda. El premio es cosa de Dios. En realidad, el premio es Dios mismo. No hay lugar para envidias cuando la recompensa es nuestro Señor. ¿Demasiado místico mi comentario, como de devocional antiguo? Yo defiendo que no. El rostro de Dios es nuestro destino y nuestra tarea. Si no lo percibimos así, habrá llevar a la ITV nuestra fe. Y muy grande también nuestro Dios por boca del profeta: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos”. El virus de la envidia se incuba en la falta de metas grandes, de caminos amplios, de planes definitivos. La bajeza de algunas miras, la miopía de algunos planteamientos son caldos de cultivo para que crezcan la tirria y el resquemor ante los logros ajenos. Vivir y buscar a Dios. Y correr tras estos horizontes sin dar por sentado que los llevamos en la sangre, que nos saldrá espontáneamente caminar hacia ellos, que lo hemos hecho toda la vida… La envidia, como otras malas hierbas, no es más que la constatación de que acoger la vida y a Dios mismo exigen dedicación y generosidad por nuestra parte. Conversión es la palabra. Si no, poco a poco nos vaciamos y nos convertimos en esos babosos que suspiran por el bien de los otros desde la mentira de su pozo sin fondo.

@karmelojph