La política es más artera que poética, aunque los poetas a veces resultan más políticos que los políticos y que poetas. La sucesión Rivero-Clavijo, con Hawking al fondo llegando en barco como Darwin en el siglo XIX desde el sur de Inglaterra, se resolvió con la endecha al presidente tras meses verbosos de quevedos y góngoras como en el siglo XVII, y a este paso retrocedemos hasta el Big Bang. Siempre queda el eco, la radiación del fondo cósmico, y una cierta anisotropía, que es como la rasquera nuestra. Había un rapto de ripio lagunero descontadizo, de copla de pie quebrado manriqueña por la muerte de su padre, en la fumata blanca del cónclave. Ganó el alcalde de la ciudad de Anchieta, santo poeta, y en la sinalefa del recuento, Rivero era un verso suelto, mientras Clavijo se ajustaba como un guante al serventesio nacionalista crítico. La bohemia del hambre, en cambio, sí es poética. Y a Maccanti lo dobló la crisis. El eco de un eco de un eco del resplandor, la antología del poeta que no quería alejarse de la isla ni muerto (“cuando sea ceniza, que no me esparza el viento más allá de tu orilla’), nos recuerda la queja de sus penurias económicas en 2012 (Radio San Borondón). Le aguardaba la muerte junto a Botín. El supremo banquero y el menesteroso Premio Canarias. El once ese de su adiós recordamos las Torres Gemelas, el golpe a Allende y las veinte víctimas abrasadas en La Gomera. La crisis da los últimos coletazos, y la muerte pasa con esa indiferencia democrática.