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después del paréntesis >

La boda – Por Domingo-Luis Hernández

   

El pintor, arquitecto, dramaturgo… Stanislaw Wyspianki es uno de los individuos a los que les fue dada la fortuna de desvelar los atributos de una nación, Polonia. Debido a varios sucesos familiares, una rica familia de Cracovia (los Stankiewiczowa) lo adoptaron y pudo contar con una formación esmerada. Por ello disfrutó de una estancia prolongada en la adorada París. Esa experiencia apuró la visión sobre su país, en tanto lo extraño es lo que adiestra la mirada y el reconocimiento. De manera que hoy es reconocido Wyspianki allí por su pieza teatral más famosa, La boda, del año 1901. Aducirán sarcasmo quienes la lean, y no dejan de tener razón. Pero esa marca es distraída, cual leen por lo general los polacos. Hay más. Confirma el autor ahí primores del Romanticismo: el distinguido poeta de Cracovia incendia su espíritu al alejarse de la civilización, al volver a lo primitivo, a lo puro que es la patria. La cuestión es actuar conforme a la responsabilidad ganada: chica campesina y boda. Dos niveles cruzados, el lleno y la vacía, arcaica e inculta pueblerina. ¿El riesgo tiene mérito? Borges lo probó, en su cuento autobiográfico El Sur; mas desde la posición del instruido que puede descifrar, transmitir lo esencial que comparte y decidir ser, ser argentino. Wyspianki toca ese ideario en la primera parte de la pieza asumiendo el realismo como principio; y con él la ironía apuntada. Y la cierra (en la segunda y tercera parte) con el revés: la fundamentación mítico-polaca en la que aduce no tanto la idealidad cuanto la irrealidad de Polonia. Por eso cuando en el año 1973 el gran cineasta polaco Andrej Wajda se comprometió, en una gran película, con la obra de su compatriota apuró el signo hasta la radicalidad: país de cruce (Alemania, Rusia…), país invadido, país sin centralidad.

Los que vilipendian tanto Wyspianki como Wajda, y después el gran Gombrowicz en sus memorias, es esa trama siniestra que se nombra nacionalismo, eso que fundó en provecho propio (cual hoy se sabe) el honorable Jordi Pujol: exclusividad y exclusión, exclusión incluso de los propios que no se arriman a su credo. Por eso hoy Cataluña es independentista. No importa que el 40% esté por otra labor; esos no cuentan. La malformación del nacionalismo es lo que deplora (por ejemplo) el modelo escocés: el 60% que votó “no” es tan escocés como el 40% que votó “sí”. Porque la nación depende del ser dicho; el ser es, no quien te proporciona pasaportes adecuados a su ingenio (Paulino Rivero, pongo por caso, o García Ramos, entre otros).

Así pues uno oye y acepta que España sea un país de naciones, que el modelo territorial español ha de reformularse, dada la inopia de las autonomías. Y eso otorgará equivalencia con otros países que con esos modelos cuentan (EE.UU. o Alemania). Así será posible aducir lo que allí es norma, incluso norma jurídica: la lealtad. Es decir, algunas proclamas de los prebostes del nacionalismo no solo son irrisorias sino patéticas. Porque lo que persigue semejante enajenación es asentar el control, el usufructo selectivo de los bienes, es decir, la diferencia. Luego, Paulino Rivero apunta bien: “capacidad competencial”: puertos, aeropuertos, costas, comercio exterior… Para eso sirve el asociado, como Puerto Rico. Ahí la condición dicha del ser, que ellos reparten, claro, faltaría menos.