La cargante hipocresÃa de lo polÃticamente correcto nos impide llamar algunas cosas por su nombre. Por ejemplo, somos unos cochinos. Sólo hace falta darse una vuelta por las zonas que más transitamos: playas llenas de colillas, jardines plagados de bolsas de plástico, latas y cartones, aceras llenas de excrementos y meados de perro… Hemos convertido las zonas comunes en un vertedero. No es una cuestión de clases sociales, de riqueza o de estatus. Es un asunto de educación. De cultura. Nadie la tiene. Hace no muchas décadas, si uno se daba una vuelta por el campo podÃa encontrarse con canteros plantados, paredes cuidadas… Hoy son un desastre y los caminos y veredas son basureros de colchones y muebles viejos. La gente era antes más humilde y las plazas de los pueblos eran de tierra (aún no se habÃa importado la maldita loseta), pero todo estaba perfectamente cuidado.
BarrÃan delante de la puerta de sus casas. Nadie echaba a las atarjeas -que pasaban abiertas por la calle- ninguna basura. Por muy pobre que fuera una familia encalaba la fachada de la vivienda y pintaba las ventanas. Y las carreteras, nuestras viejas carreteras, tenÃan los quitamiedos de cemento y las rayas blancas y relucientes. Las playas y los montes estaban intactos porque la gente que iba a bañarse o de merienda campestre dejaba los sitios como se los encontraba. Respetaban su isla. Sin campañitas. Lo habÃan aprendido de sus abuelos. Esta marabunta de hoy pasa por los lugares como una horda depredadora y deja a su paso los restos de una sociedad que consume frenéticamente y arroja los desperdicios sin ningún cuidado. La manada sirve de camuflaje. Hasta los goros de mi pueblo estaba más limpios que los sesos de quienes piensen que eso es libertad.