Obispos de todo el mundo han estado reunidos hasta hoy en un sínodo sobre la familia que pasará a la Historia pese a ser sólo el preparatorio de una gran reunión programada para 2015. La Iglesia está cambiando, dicen algunos al hilo de los dimes y diretes de estos días. No le tengo miedo a esta expresión, porque no significa que la comunidad esté fantaseando mientras olvida su identidad sino que, fiel al encargo de su Señor, abre sus ventanas para que el olor de esta época concreta la empape de las preguntas y de los retos que verdaderamente ocupan a los hombres.
Entiendo que haya quien teme a este movimiento de profunda sanación comunitaria. Tiemblan aquellos que necesitan que los creyentes seamos la caverna oscura que perpetúa los prejuicios y los estereotipos más rancios. Así les resultaría más fácil vender la salvación laica de medias verdades.
Y también están inquietos, lo hemos padecido estos días, quienes se refugian en la letra escrita de la norma, poderoso escudo que les permite seguir sentados en la poltrona de la indolencia. Olvidan que los cristianos tenemos el encargo de que nos duela el dolor de nuestros semejantes.
Por eso, hay quienes critican al papa por esta jornada de puertas abiertas a la verdad que ha convocado en Roma. “Es la hora más pesada para quien se encuentra de tú a tú con su propia soledad, en el crepúsculo de los sueños y de los proyectos rotos”, dijo Francisco al inaugurar esta deliberación sobre la familia.
Sin embargo, muchos de dentro y de fuera no entendieron la profundidad de sus intenciones y le han hecho el juego al mal intentado minar los frutos de una reflexión serena. Les espantó aquel “hablad claro” que pidió el papa a los obispos y que es también el grito de la sociedad a la Iglesia.
Pero no. Los hay que prefieren ronronear dentro y sembrar la duda fuera: que si la comunión de los divorciados, que si los gais, que si no se valora el matrimonio sacramental, que si nos vamos a cargar la tradición, que si al papa sólo le importa la imagen y la opinión pública…
Yo no creo en Francisco, porque en el papa no hay que creer: los cristianos creemos en Dios y punto. Pero sí me fío de un hombre que, puesto al frente de la comunidad, nos ha redescubierto el valor de la misericordia, que es uno de los más bellos nombres de Dios. No creo en Francisco, pero tengo claro que el Señor lo ha elegido para recordar a su Iglesia qué somos, quiénes somos, para qué se nos eligió, por qué caminamos, adónde vamos.
Eso ha pasado en el sínodo que ahora acaba: que ha abierto las puertas de este hospital de campaña que es la Iglesia para acoger con un abrazo sincero a los que “han sufrido injustamente”, a quienes necesitan soluciones que no están “inspiradas en la lógica del todo o nada”, a quienes saben de “circunstancias atenuantes”, a quienes sufren “la fragilidad afectiva” que se promueve en una sociedad que favorece “permanecer en las etapas primarias de la vida emocional y sexual”. Toda esta riqueza ha recogido el sínodo, y no las estupideces que hemos oído estos días. También desde dentro.