Siempre se sintió orgulloso de haber sido un chico de barrio; de haber corrido por aquellas calles; de esconderse en los jardines tras la última gamberrada colectiva. Nunca renunció a aquel clima localista que, si bien para algunos solo era autopropaganda sobre un presunto estilo de vida, en su caso, como la llama de la fragua endureció sus convicciones. A veces resulta complicado diferenciar a un barriofarsante de un arraigado, comprometido, humilde y esforzado vecino que tira de su vida con una reglas de convivencia cimentadas en progresar sin la necesidad de escachar al prójimo. Cuando te crías en un barrio populoso, cuando eres uno más entre muchos iguales, cada uno con su historia, con sus padres, con sus posibilidades, el barrio hace tabla rasa y te engulle. A cambio, te hace partícipe de un carácter diferenciado. Durante mucho tiempo, y aún hoy, para algunos el concepto de barrio arrastra un matiz peyorativo. Un estigma ajeno que tratan de inocular a veces con éxito y que puede llegar a colarse en el consciente colectivo. Pero ser de barrio es mucho más de lo que representan las colectividades organizadas o subvencionadas que se reproducen en muchas zonas. Es mucho más que todas esas banderas interesadas. Ser de barrio son las eternas charlas de vecinos en la escalera; los cafés itinerantes, de casa en casa, a media tarde. Ser de barrio es la partida de envite en la plaza; los partidos de fútbol a puerta chica sin fronteras; también las bromas y persecuciones por los pasillos entre los bloques; los fiados en la ventita de la esquina; el afilador afilarmónico; los flash de cinco succionados hasta provocar heridas en la comisura de los labios… Por todo eso y muchas cosas más ser de barrio, como yo lo entiendo, es ser buena gente e ir por la vida de frente.