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por qué no me callo >

El bosque – Por Carmelo Rivero

   

Somos capaces de lo inaudito, posar una sonda sobre un cometa, pero no de conocer África, salvando las distancias. Y a África, quien no la ha conocido, tiempo ha tenido. Conocíamos a Mandela, hasta ahí nos alcanzaba. Pero Amadou Ndoye (África más allá del tópico, Baile del Sol) se quita las gafas occidentales de neocolonizado y nos espeta: “¡No saben nada de África!”, a tiro de piedra y con las barcas de fibra alargada desde hace más de una década llegando a nuestras costas. No perdemos la ocasión de estigmatizar a África. Ahora mismo nos contagia el ébola y la metemos en un camión de basura. A Mandela lo metieron 27 años en la cárcel. En el festival homenaje Free People (CajaCanarias), pregunté el viernes al presidente de los estudiantes africanos de Tenerife, Nicolás Mba Bee Nchama, por qué suscitaba tanto consenso. “Encarnaba el alma de África”. Ndoye habla en su libro de ese trasmundo que pocos narradores poscoloniales cristalizan en sus novelas porque las escriben en el idioma de sus viejas metrópolis. Ese escritor adulterado con su síndrome de Estocolmo a cuestas es alguien que “sueña soñado por otros”, como diría la afroamericana Toni Morrison. Roberto Cabrera, escritor y músico, comentó en TEA, anteayer, donde presentamos la obra en el salón del libro africano, SILA, que aquel profesor senegalés de español nos dejó el año pasado, al fallecer, sin nuestro eslabón con África. En la casa de Ndoye en el barrio de Parcelles Assainies, de Dakar, se agolpaban en la azotea los autores canarios, de Quesada a García Cabrera. Él sí nos conocía al detalle, a través de la lengua y la literatura. Mandela aprendió en Robben Island, la isla-prisión, la lengua afrikáans para vencer los prejuicios sobre el blanco. Cuando salió de la sombra, en 1990, hizo milagros con las palabras y los gestos, incluso con el rugby, como relató John Carlin. Antes el poeta senegalés Leopoldo Sedar Senghor, presidente como Mandela (como un calco, los dos vivieron 95 años), abogaba por una “civilización de lo universal”. Me pregunto si en España (y en las islas), donde nos aguarda el abismo cada día, no cabe hacer algo por el estilo: políticas que alberguen una limpia en común, en lugar de este fratricidio del sistema. Aquella keniana, Wangari Maathai, Nobel de la Paz, plantó millones de árboles en su país para evitar la erosión del suelo. Para evitar la erosión de la democracia, plantemos un bosque.