Vivimos tiempos de incertidumbre. Pero es que vivir es, precisamente, moverse en el sentido de la incertidumbre. Siete años de crisis económica han colocado contra las cuerdas a millones de personas, expoliadas por la presión fiscal, empobrecidas, sin trabajo ni esperanza. Y ese es el caldo de cultivo del cabreo generalizado y de la emergencia de líderes e independentismos que quieren surfear esa gigantesca ola de descontento. Viajamos en la onda del tsunami del cambio. La partitocracia española, que se colgó con todo mérito la medalla de la transición del 78, decidió bajar a las alcantarillas de la democracia para empezar una inacabable guerra sucia. Primero fue la deslealtad con la política antiterrorista. Luego la financiación de los partidos. Luego una cacería generalizada de todos contra todos. Los medios de comunicación, como los altavoces de una feria de pueblo, han aventado por todos los rincones el ruido de una orquesta de corrupciones, acusaciones, amenazas, excusas, explicaciones…un ruido enorme donde todo se confunde con todo, un río de lodo que ha llegado hasta la misma jefatura del Estado. Pero la peor crisis que tiene este país es la de sus ciudadanos. De la pobreza económica se sale antes que de la miseria moral. Por eso surgen nuevas voces que hablan de cambios y revoluciones. La gente quiere alguien que las salve. Los partidos políticos traen nuevos liderazgos y los jóvenes han asaltado todos los tronos. Parece que corre un aire fresco porque hemos abierto las ventanas de la regeneración. Pero un país no cambia porque cambien sus líderes. Eso es sólo un comienzo. Lo que debe cambiar es la mentalidad de un pueblo que debe aprender, de una puñetera vez, que nadie nunca nos salvará de nada. Que sólo nosotros podemos salvarnos de nosotros mismos.