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Cuestión de estado – Por Indra Kishinchand

   

Mi madre siempre escucha las noticias mientras cocina. Alguna que otra vez los improperios brotan de su boca sin freno que los pare. No la culpen. Yo la admiro porque aún no ha dejado que la corrupción se instale en los fogones, y eso que, al paso que vamos, esta práctica se va a convertir en un condimento más, para la vida en general. A veces me imagino que esos mismos fogones se revolucionan hasta el límite de no permitir oír a nadie más que a ellos de un modo premeditado. Y menos mal. Porque no me dirán que no se agradece algún día de relax… aunque no lo puedan confesar. El único problema no es que las personas actúen mal, sino que ni siquiera sean capaces de reconocerlo.

Hemos crecido en un ambiente en el que un error se oculta hasta enterrarse y una existencia ahogada entre tanta frustración no acarrea más que disgustos. Ahora esa angustia ha pasado a ser dilema de estado y ni un tornado puede hacernos olvidar. Parecemos estar atados a una pareja que nos niega aquello que hemos visto con nuestros propios ojos; al principio nada nos gustaría más que creer sus excusas, sus justificaciones y sus disculpas (si las hubiera). Luego llega el momento de decir adiós. “Ha sido un placer pero esta situación es insostenible”, sentenciamos. Según dicen, la soledad es preferible a la mala compañía, y aunque la democracia aún no ha pronunciado un “hasta que la muerte nos separe”, tampoco conoce las consecuencias del abandono… Todavía.