Los corazones rotos nunca han sido una buena carta de presentación, ni siquiera para la vida; no lo eran en aquel entonces y siguen conservando el mismo estatus. Una vez envié un currículum en el que solo aparecía mi nombre y mi teléfono. Todos me llamaron loca, pero no encontré mejor forma de decirles a unos desconocidos quién era; no era lo que había estudiado, no era los idiomas que hablaba, no era las notas que habías sacado… Es verdad, tampoco era mi nombre ni mi teléfono, pero de aquel modo si alguien quería descubrirlo debía, simplemente, desearlo. Nunca había rechazado tantas ofertas de trabajo. “Señorita, su currículum está incompleto, ¿sería tan amable de rellenarlo de nuevo y enviárnoslo? Estamos muy interesados en que se incorpore cuanto antes”, repetían. Por lo menos habían llamado. Yo les contestaba que sería un placer, pero que, literalmente, no podía. Un corazón roto no tenía más palabras que el silencio y por más que lo pretendía no hacía más que sangrar intentos de olvido. La historia termina como empezó: sin trabajo. Pero con vida. “Señorita, creo que su currículum contiene demasiada información, si fuera usted tan amable de simplificar…”. “Acepto”, contesté.