En la noche de un jueves a viernes cayó una cicatriz de hormigón y alambradas que recorrÃa 155 kilómetros del corazón herido de Europa. Alemania, partida por la mitad, volvÃa a encontrarse. El sueño del imperio de los mil años, que Hitler anunció en su discurso de Nuremberg, terminó con una cruel venganza de los aliados: cauterizar el paÃs dividiéndolo en dos. El sÃmbolo de esa terrible disección, el Muro de BerlÃn, cayó el 9 de noviembre de 1989. Otro 9 de noviembre, el de 2014, ha sido la fecha elegida por los independentistas catalanes para poner la primera piedra de su muro. No es un pueblo separado a la fuerza que se reencuentra para volver a ser uno. Es un pueblo que quiere ser y levantar una frontera que le segregue del resto. Se parece, pero no es igual. Es difÃcil no sentir simpatÃa por la causa catalana. Si se está por la libertad, se está por el derecho a elegir. Pero la realidad es que los Estados se imponen por la fuerza. Nosotros no nacemos ciudadanos porque lo hayamos elegido, ni podemos ser apátridas en un mundo de pasaportes e identidades oficiales. Algunos piensan que cuanto más grande sea la pecera -los futuros Estados Unidos de Europa-, más libres serán los peces. Tienen algo de razón. El independentismo es hoy muy poco práctico. No te da nada que no se parezca a una buena autonomÃa, excepto la llave de la caja fuerte. Y ahà está la madre de la butifarra. Dos millones de catalanes (de seis millones de votantes) quieren desprenderse del peso de la España pobre y deficitaria. Por eso el 9N catalán no es una exaltación romántica de la libertad, sino una cuestión práctica. De bolsillo. O sea, un asunto catalán al cien por cien.