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La Gandula – Por José Miguel González Hernández

   

A mediados de 1933, el Código Penal español instauró una ley en donde se establecía el tratamiento, presuntamente adecuado, de una serie de personas que ejercían determinadas actividades que, a juicio de la colectividad y del orden establecido, infectaban al orden ético y moral de la sociedad. En la actualidad, digno de un país desarrollado, se ha acordado un marco jurídico que intenta establecer los controles precisos para que aquellas conductas impropias sean sancionadas como les corresponde.

España, a tales efectos, dispone de una amalgama de leyes que alcanza las cien mil, igualando en número a los Hijos de San Luis, aunque no sé si tienen la misma intención. Según dice la parte que sabe, cuando alguien se pertrecha detrás de tanta protección es que algo tiene que esconder. Claro está que también podemos estar en un escenario de continua huida hacia delante, en donde el delito surge y luego se instaura la norma que lo intenta corregir, aunque para ese momento ya no se muestre eficaz porque el procedimiento ilegal ya ha cambiado. Así y todo, o bien la falta de intensidad a la hora de acompasar el delito con la pena o bien la extrema caradura del personal, lo cierto es que los ratones están haciendo de las suyas en el interior del armario, comiéndose toda la ropa, haciéndola jirones y dejándola inutilizada.

Esa es la sensación que tiene la ciudadanía que se levanta por la mañana con cada vez menos ganas de empujar en la dirección correcta si nos atenemos a las maniobras ejemplarizantes de quienes se supone que rigen nuestras organizaciones de carácter público. Como comentario de barra de bar, he de decir que a partir de ahora hay que desconfiar de aquellas personas que alcanzan un alto estatus social en un corto periodo de tiempo.

Normalmente el trabajo diario no ofrece tanta abundancia. A no ser que tengas suerte, como es la que se tiene cuando se adquieren billetes de lotería previamente premiados. En este sentido, mientras que la corrupción campa a sus anchas, a la parte más desgraciada se le responsabiliza si se cuela en la cola del supermercado. Según un estudio de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, se estima que el coste de la corrupción asciende a cuarenta mil millones de euros que, incluyéndolos en la contabilidad nacional, tendríamos superávit. La técnica utilizada se basa en un método de estimación del coste social de la corrupción a través del análisis de su impacto sobre la calidad de vida. El valor añadido se encuentra en que las metodologías tradicionales se centran sólo en el efecto directo de los casos que se esclarecen y se sancionan jurídicamente, mientras que la estimación utilizada aúna el impacto que tienen sobre la credibilidad como país en relación a la confianza de la inversión, así como el desánimo a la hora de potenciar o no la trayectoria emprendedora de la población. Lo cierto es que, sean cien mil leyes o cuarenta mil millones de euros, la situación se desboca, por lo que el hartazgo se debe escenificar de alguna forma.

Es imposible que sea tan fuerte el influjo del lado oscuro que haga caer en la tentación con tanta facilidad a una parte de las personas elegidas para el desempeño de determinados cargos. Y si es imposible, hay que tener los controles, por un lado, y las sanciones, por otro, lo suficientemente duras como para provocar un pensamiento adicional antes de cualquier decisión de esta naturaleza. No basta ahora con pedir disculpas. No basta ahora con decir que no se sabía lo que se hacía.

Hay un Estado de Derecho con ejes democráticos aún por solidificarse que la crisis está desnudando a pasos agigantados, porque la abundancia, hasta ahora, todo lo tapaba, estando el sistema de control escrito, pero no ejecutado. Así que, el que la hace la debe pagar, pero el que deja hacer o instiga a hacerlo, tampoco puede irse de rositas, porque el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, tal y como se nos recuerda día tras día.
*ECONOMISTA