Nos movemos entre imágenes de las cosas que realmente ansiamos. Fotos, películas, colgantes, adornos… todo nos recuerda que no poseemos aún aquello por lo que suspiramos. Ése es el valor y el verdadero sentido de todo lo que es copia, apariencia, preámbulo de nuestros empeños. Adelantar el encuentro. Cuando aquello que nos cautiva se dilata en exceso, es entonces cuando a menudo cometemos el error de confundir la imagen de los que buscamos con la cosa misma. O de darles el mismo valor. O de engañarnos y engañar a otros concediéndole una representatividad que no merecen. Esto ocurre a menudo en la vida civil cuando las leyes que garantizan el buen entendimiento se sobrevaloran y se colocan por encima de las personas. Y cuando los elegidos para servir a los ciudadanos olvidan este encargo o lo arrinconan en un lugar secundario de sus mentes y se enrolan en un sinsentido que les convierte en casta, palabra ésta que ha puesto de moda la caspa narcisista. Pues eso. Que hay que tener cuidado. También en la vida de la Iglesia. Hoy es un buen día para hablar de ello, porque celebramos el aniversario de la dedicación de la basílica de Letrán. ¿Toda la cristiandad ocupada en honrar las paredes de un edificio? ¡Qué va! Esos bellos muros son la imagen. La cosa es el sentimiento de hermandad que nos amasa a todos los creyentes en torno al Papa, el siervo de todos en nombre de Dios. Somos una sola cosa, es lo que decimos. Y esa verdad toma cuerpo en unas paredes elegidas para ello. Así sucede con la inmensa mayoría de las mediaciones, esas muletas que acompañan el andar de los católicos. Excepto la Eucaristía, todos, personas, cosas y acontecimientos, somos imágenes con las que nos señalamos unos a otros nuestra íntima confianza en Jesucristo. Todo nos evoca, nos reclama, nos huele a Dios. Nada es importante en sí mismo en la vida de la Iglesia si no apunta a esa referencia deslumbrante. Así debería ser. Pero no siempre ocurre así. Y a veces hay quien, corrompido por su propia falta de esperanza, convierte las normas en cadenas; las encuentros, en manipulación; las advertencias fraternas, en amenazas; la celebración, en adoctrinamiento. Lo peor: la fe, en ideología. En la Iglesia, nos lo recuerda hoy la liturgia, las paredes están al servicio de la acogida en el nombre de Dios. Son una excusa para invocarlo y para convocar a la esperanza sin prejuicios. Y también las personas, y los ritos, y los tiempos, y las publicaciones. Todo es un pretexto para anunciar y experimentar la cercanía de nuestro Señor. Perderse en la imagen es alejarse de la cosa misma. Y un síntoma inequívoco, opino, de la existencia de una enfermedad que está corroyendo por dentro la verdad de ese hombre o esa mujer que hacen de la imagen su todo. Quizá por eso nunca me han asustado las arengas de quienes crecen al amparo de las imágenes que defienden. Lo que me importa es encontrar personas verdaderamente cautivadas por lo que aquí he llamado “la cosa”. Entendemos todos que me refiero a Jesús, nuestra esperanza, el Señor de nuestros días.