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Lo que se avecina – Por Juan Hernández Bravo de Laguna

   

El domingo pasado tuvo lugar en Cataluña la anunciada consulta soberanista alternativa de Artur Mas y los independentistas catalanes, un llamado “proceso de participación ciudadana”, convocado como sucedáneo de la consulta que se encuentra suspendida cautelarmente por el Tribunal Constitucional desde el 29 de septiembre. Y lo que tuvo lugar fue un simulacro electoral, una provocación y un desafío que, lejos de honrar y celebrar la democracia, la degradaron y la trivializaron hasta límites que unos demócratas no deberían propiciar. Además, al igual que había sucedido con su predecesora, esta consulta alternativa también estaba suspendida por el mismo Tribunal a instancias del Gobierno español.

Lo que se celebró no fue un proceso electoral genuino ni democrático. No había censo; la inscripción de los votantes había sido un proceso sin control, en el que cualquier ciudadano se podía inscribir con nombre y datos supuestos, extremo que quedó demostrado ante las cámaras; no había apoderados ni interventores en las mesas, formadas por partidarios de la independencia y políticos independentistas; los voluntarios colaboradores en la consulta también lo eran. Y, al prolongarse la votación durante quince días, no está garantizado ni el secreto del voto ni el que un elector no pueda votar varias veces, lo que también ha quedado acreditado en la televisión. Por último, el proceso de recuento se efectuó por los mismos independentistas que habían formado las mesas, es decir, las cifras de participación y los resultados del escrutinio no tienen ninguna fiabilidad y están bajo sospecha. Son cifras y resultados que nos muestran algo más de dos millones de votantes partidarios de la independencia, un tercio del censo electoral catalán, si bien incrementado por los votantes menores de 18 años.

Todo lo anterior es verdad, y ha sido destacado por los constitucionalistas y los adversarios de la independencia catalana, entre ellos el propio presidente Rajoy, en su tardía comparecencia del miércoles. Pero no es menos cierto que dos millones de independentistas es una cantidad que empieza a ser representativa, sobre todo porque en un referéndum todos ellos se movilizarían de nuevo, mientras que no acudiría a votar la totalidad de los dos tercios de electores restantes, un sector de los cuales se refugiaría en la abstención. Por otra parte, hemos de tener en cuenta la intensa presión que ejerce el independentismo en todos los ámbitos de la vida social catalana, y que el control nacionalista de la educación hace que el número de los enemigos de España vaya a seguir creciendo en un próximo futuro, como no ha dejado de hacerlo en los últimos treinta años. Y todo pagado con dinero público. De modo que mientras más se retrase el referéndum, más probabilidades tendrá el independentismo de vencer.

Lo que Artur Mas y su gente buscaban el domingo pasado era ganarle públicamente un pulso político al Gobierno español y al Tribunal Constitucional, efectuar una demostración de fuerza, y organizar un acto masivo e intimidatorio de propaganda, en particular ante el extranjero. Su impacto exterior fue bastante menor que el pretendido, y así lo han reconocido ellos mismos, pero es indudable que el pulso lo ganaron sin discusión. Es falso que fracasaran. Por eso a lo largo de la jornada del domingo era evidente entre los no independentistas un sentimiento de indefensión y de abandono por parte del Gobierno español, que, por ejemplo, Albert Rivera, el líder de Ciutadans, llegó a verbalizar ante las cámaras. Muchos se habían tomado en serio las manifestaciones del ministro del Interior en el sentido de que estaba convencido de que los Mossos d’Esquadra, que tienen la competencia del orden público en Cataluña, harían cumplir la ley, lo que incluía impedir que la Generalitat celebrara su consulta independentista, fuese con el nombre que fuese. El malestar por la inacción y la pasividad del Gobierno llegó, incluso, al Partido Popular. Sin embargo, hay que reconocer que, dadas las dimensiones del proceso, era inviable oponerse y eran inasumibles las consecuencias de una oposición activa. Políticamente no resultaba posible el espectáculo de unas fuerzas de orden público cerrando casi un millar y medio de lugares de votación, con sus correspondientes urnas, deteniendo a todos los funcionarios y responsables que habían cedido las llaves de los locales, e impidiendo que la gente siguiera votando. Y ni siquiera era seguro que los Mossos d’Esquadra, en donde abundan los independentistas, obedecieran órdenes semejantes. Mientras tanto, los socialistas siguen con el mantra de la reforma federal de la Constitución, lo que no deja de ser una solemne tontería, que se dice cuando no se tiene una tontería mejor que decir. Primero, porque España es ya un Estado materialmente federal y, además, de los más descentralizados del mundo. Y segundo, porque los independentistas catalanes quieren la independencia, como su propio nombre indica, y les importa un bledo la Constitución, su reforma y el federalismo. Convendría que algunos tontos se fueran enterando. Más que nada para irse preparando para lo que se avecina. Porque, entre corrupción y corrupción, la independencia de Cataluña a medio plazo cada vez es más posible.