Tres cuadros, tres estados del mar, fueron el pretexto para una curiosa exposición de Arte Galería, presentada por María Díaz Puga, que reunió telas de Conrado Díaz, Miguel González, Juan Mazuelas y Miguel Arocha en una prieta síntesis de la lectura de un género de largo recorrido y nombres cimeros en el Archipiélago. El prolífico y singular Manuel López Ruiz (1869-1960) llegó a la capital tinerfeña con apenas veintiséis años, licenciado con mención elogiosa de las guerras africanas, el título de Bellas Artes por la Academia de su ciudad de nacimiento y una modesta beca de la Diputación Provincial de Cádiz. Personaje bohemio y afable, entró con el pie derecho en el mundillo cultural y no le hizo ascos a las propuestas baratas -ilustraciones para las litografías y caricaturas para la prensa, firmadas con seudónimo- y a los variados encargos de la burguesía local, ya fueran retratos familiares, decoraciones domésticas con elementos florales y frutas del trópico, cuadros religiosos y recreaciones históricas para templos e instituciones y pintura de caballete que, con su firma, implicaban un signo de prestigio social para sus propietarios. Mientras su versatilidad logró elogios fáciles y críticas ácidas, su pasional dedicación a los temas marinos -iniciada en el Atlántico continental- concilió todas las diferencias y elevó al renglón de indiscutible su magisterio. Antonio Vizcaya, inolvidable investigador de la tipografía y el arte, recordaba con humor una sentencia que aún perdura: “A López Ruiz se le perdonó todo por la calidad de sus marinas”. A principios del siglo XX, cuando un grupo de intelectuales fundó el Museo Municipal captaron sus primeros fondos con donaciones y depósitos locales; ahí entró una espléndida barca varada que consagró su liderazgo y le aseguró continuos trabajos. Su personalidad excede los límites de la columna que, eso sí, constata su influencia en el desarrollo de las marinas y la aparición de epígonos que, en ningún caso, rozaron su valentía y oficio. A partir de tres visiones -un acantilado batido por el bravo océano y en el que perduran las dorada luces andaluzas (en una colección privada existe una espléndida recreación de una ensenada de su milenaria ciudad, con barqueros y pescadores ), un tenebrista arrimo de barcos, que rezuma el ambiente de las escenas holandesas, y un grácil velero sobre una alegre atmósfera de azules- se sintetiza el espíritu del prolífico creador, y se complementa con las arriesgadas lecturas contemporáneas de Miguel González -sin duda, nuestro mejor pintor sobre papel- y Conrado Díaz, cuyo pulso y virtuosismo no dejará nunca de asombrarnos.