Ahora sabemos que el Papa Francisco llamó este verano a un joven herido de muerte por dentro y comulgó con la sangre de su dolor. Al parecer, un grupo de malparidos vestidos de clerygman desgarraron la infancia y la juventud del entonces pequeño, profanando cruelmente su cuerpo y sus sueños. Luego, revestidos de integrismo y de defensores de la fe, seguían dando lecciones de moral y presumiendo de ser los elegidos de Cristo para representarle en la Tierra.
Lo de los abusos a menores por parte de clérigos es un naufragio de la verdad tan siniestro que resulta lógico que irrumpan las tinieblas y nos envuelvan los nubarrones cada vez que una noticia de este tipo arrasa la calma en la que navega la Iglesia.
A la gente le da igual que la inmensa mayoría de los sacerdotes seamos los primeros en vomitar por estas canalladas. Y tampoco le importa saber que no somos, ni de lejos, el colectivo con más representantes marcados por esta costra (no voy a decir cuál es para que nadie piense que tiro balones fuera, pero se sorprenderían).
Lo que produce arcadas a creyentes y no creyentes es que se junten el nombre de Cristo y la verdad de su Reino con tamañas monstruosidades. Y también que haya quien les esconde, les ampare, les disculpe o les proteja. Cero tolerancia, es la consigna de la Iglesia y nadie tiene derecho a saltársela, nos ha recordado el Papa. Nadie. Traigo todo esto a la memoria en el domingo de Cristo, Rey del Universo. Callar casi significaría consentir por parte de quienes tenemos la oportunidad de gritar en los medios. Y más aún si quien escribe lo hace por encargo de la Iglesia, que es la primera interesada en sacar de sus ratoneras a los culpables y en postrarse ante el dolor de quien ha sido despedazado. Es la fe en Cristo, principio y fin del universo hermoso que pisamos, la que nos despierta de la indolencia y nos empuja a defender al desvalido.
“Vendaré a las heridas; curaré a las enfermas: a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido”. En un lenguaje rural, propio del momento y el espacio en el que fue escrito, Ezequiel, el profeta, hace desfilar un rebaño de ovejas camino del consuelo de Dios. Huyendo de un día de oscuridad y nubarrones. Es una metáfora del mundo: la penumbra y la tormenta cesarán, no tienen la última palabra sobre los hombres. Es Dios mismo, sus entrañas de misericordia, el verdadero puerto donde anclarán todas las historias humanas. Dios es nuestro futuro, dice hoy la liturgia. Por eso, Cristo. Para eso, la Iglesia.
Los creyentes no tenemos otra manera de responder al mal que haciendo presente el consuelo de Dios más allá de las palabras y los proyectos. Como aquel pastor, el encargo es abrir de par en par las puertas del hospital donde convertirnos en sanadores de los dolores ajenos.
Y nos toca también desenmascarar al lobo que vive entre nosotros: conocemos sus dientes, sabemos cómo se arrastra, hemos aprendido qué despachos transita y bajo qué fachada de rígida integridad esconde sus ruindades. Que no crezca, que no haga carrera en el nombre de Cristo. Eso nos toca también.