Cada vez que, en el cruce de Numancia y Callao, topé con Andrés Hernández -buen hombre, buen médico- quedábamos en el Club Viejo de la Calle Real por el gancho de los churros de Roque. Los dos habitan el recuerdo, país de las vivencias, aliviadas las malas y hermoseadas las buenas. De allí emerge también el aura bonancible de Quico Concepción, que bañó de luz y optimismo nuestro paisaje, para proclamar urbi et orbe: “Esos churros no existen, nunca existieron”. Desde luego, ya están en la leyenda y debemos verlos como prodigios chicos desde garitas ensoñadas a las que tenemos acceso. El cocinero ausente -apelativo que le adjudiqué y aceptó con gusto- rebozaba como nadie el pescado blanco, de modo que huevo y harina constituían la nueva piel, el crujiente envoltorio; primera tapa en la pizarra pero, casi siempre, tocada por la adenda “No hay”. Junto a sus saberes culinarios, probados en la rauda desaparición de los repetidos churros, era un conversador ameno, contador de verdades y mentiras con humor y exceso; figura indispensable de mi barrio, de cuya casa, la de don Manuel Chiquito, salían aromas de dulces y postres que, desde el horno de María Sangil, su madre, recorrían las pinas calles de San Sebastián. Los cronicones, que salen de los hechos y las versiones de los hechos, avalan la bondad de sus puros -por afamado oficio familiar- y la biografía acelerada de Roque Concepción Sangil (1930-2014), con estudios de medicina en Madrid y filosofía en Barcelona, residencias y ocupaciones diversas para regresar a La Palma que siempre añoró. No podemos separar su imagen robusta y voz bronca de sus bromas y ocurrencias que, en una etapa reciente, devolvió al Puente el clima de los talleres artesanos y tertulias sobre lo humano y lo divino, lo inmediato y lo remoto y todo lo que media entre los extremos. Trataba los temas, fuera cual fuera su calado, con familiaridad y desenfado. Por ejemplo, al cenizo Schopenhauer y su dichosa voluntad los despachaba de esta guisa: “Era un señor muy gracioso”. Y, por este camino, a todos los pensadores, filósofos y diletantes que en el mundo han sido. En la cercanía afectuosa con su viuda y sus hijos, con cuantos le evocan y añoran, vuelvo al asunto de los churros que, como otros menús elípticos, están ya en la memoria, la nostalgia y la literatura local que, para bien, se nutre de ambas. ¿Verdad, amigos?