Con el balance provisional de daños -se concretaron en cien mil muertos y el ochenta y cinco por ciento de la ciudad destruida- el primer ministro lanzó una frase lapidaria: “Ahora enterraremos a los difuntos y daremos de comer a los supervivientes”. Sólo un año después del fatídico Día de Todos los Santos, Lisboa renació en la pauta neoclásica bajo la dirección del Marqués de Pombal y el terremoto de 1755 -estimado en una magnitud de 9 grados en la Escala de Ritcher y seguido de un maremoto y varios incendios- “quedó anclado en la historia para la buena salud y la precaución futura”.
La capital lusitana mostró desde entonces su admirada unidad de estilo, su medida humana, armónica, luminosa y perfectamente reconocible. Fue el logro principal y celebrado del sabio Sebastiâo José de Carvalho y Melo (1699-1782) que, de 1750 a 1777, cuando falleció José I lideró todos sus gobiernos. Hombre de acción, carismático y polémico, fusionó el despotismo ilustrado con el racionalismo iluminista, liberó a la nación de las cadenas feudales y religiosas -tanto del credo secular como de las órdenes regulares- y la acercó “por los negocios y la cultura” a las potencias del Norte de Europa; realizó reformas políticas, administrativas y sociales que, en inteligente equilibrio, agilizaron la maquinaria del estado “sin debilitar la monarquía” y su pulsión absolutista. Motor de una modernización inédita en los países meridionales, que tocó el sector financiero y fiscal, con las corporaciones reguladoras y la normalización de tributos; y reorganizó el ejército, la marina y la Universidad de Coimbra. Con enorme facultad de persuasión y mano de hierro, cuando era necesario, extendió las nuevas leyes a todas las clases, desde los labriegos, pescadores y oficiales mecánicos a la aristocracia urbana y rural, que fue la que peor acogió los cambios legales. Para capitalizar los recursos nacionales, exigió la calidad de las producciones y creó la marca de origen y el monopolio público para los afamados vinos de Oporto; y centró las actividades y factorías pesqueras en la sureña San Antao de Vila Real, en la desembocadura del Río Guadiana y fundada con este propósito. A la muerte de su protector, se retiró al campo para escapar de la animadversión de su heredera María I, “disconforme con el trato que había dado durante veinte años a los poderes fácticos del reino”. Sus compatriotas no tardaron mucho tiempo en reivindicar al factor de su progreso y bienestar en el Siglo de las Luces y al padre de “la irrepetible y blanca Lisboa”.