Una verdad a medias: no quiero que te quedes, solo que me lleves contigo”.
Eso dijo él el primer día que la conoció. Ella se preguntaba por qué era una verdad a medias. Su propuesta era lo suficientemente irracional como para aceptarla sin dudar. Años después descubrió la media mentira de aquellas palabras, que en realidad querían decir: “Quiero que te quedes o que me lleves contigo”. No había opción correcta; ambas desembocarían en el abismo y todos estaban dispuestos a agradecerlo. Lo que nadie supo entender jamás fue cómo la verdad y la mentira se habían convertido, de repente, en aficionadas al mismo bando. Ahora no existía línea divisoria entre ambas y siempre se habían sentado en gradas diferentes.
Aquellos días en los que las falacias eran sinónimo de descomposición parecían tan lejanos que llegaron a tornarse inexistentes. Las calles olían al dolor insoportable de haber abandonado la dignidad para abrazar, orgullosos, a la deshonra. “Querida, mi verdad a medias no fue más que el símbolo de mi compromiso”, dijo años después. Y como si de un amor eterno se tratara, sus palabras se propagaron entre las ruinas de una ciudad en llamas. Todos comenzaron a decirnos que no mentían, que no ocultaban información, que no manipulaban datos; solo debían hacer ciertas restricciones, en aras de la seguridad de todos los ciudadanos. ¿Quién mejor que alguien que no seamos nosotros pare decidir qué nos conviene?