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Carlos Millán – Por Luis Ortega

   

Me llevé una agradable sorpresa con un libro reciente que supone el debut de un conocido jurista en la investigación histórico-artística y, a la vez, presenta el ajustado retrato de un culto mitrado que ocupó la Diocésis Canariense de 1568 a 1574. Doctor en derecho y profesor de universidad, el autor, Carlos Millán Hernández (1953), preside el Consejo Consultivo de la Comunidad y es magistrado, en situación de servicios especiales, de la Audiencia de Santa Cruz; perteneció al Tribunal Superior de Justicia y fue adjunto al Diputado del Común. En su biografía aparecen etapas docentes en Madrid y Las Palmas, una docena de publicaciones profesionales, su adscripción a las reales academias de Jurisprudencia y San Miguel de Bellas Artes y su larga dedicación a los temas de patrimonio; participó en la elaboración de la Ley Canaria y en informes para la declaración de bienes de Interés Cultural para distintos inmuebles del Archipiélago y la Península. El personaje, el guipuzcoano Juan de Alzolarás (1513-1574), profesó en la Orden de los Jerónimos, en la que llegó a Superior; mantuvo estrechas relaciones con el emperador Carlos V, al que acompañó a su retiro de Yuste, y con su hijo y heredero Felipe II, que también lo protegió y promocionó. A partir de una joya renacentista, Millán Hernández armó un relato ameno, con documentación que avala las circunstancias vitales del fraile, de noble linaje guipuzcoano, y sus andanzas en la imperial Valladolid, en otros destinos peninsulares y el lustro que vivió en Canarias, marcado por los incidentes con los miembros del Cabildo catedralicio, que campaban a sus anchas y en función de intereses espurios. El portapaz de la Crucifixión, de plata sobredorada y esmaltes, con remate de La Piedad y los evangelistas en los flancos del nicho central, se atribuye con sólidas razones a Francisco Becerril, de la tercera generación de una saga de orfebres, oriunda de Liébana y radicada en Cuenca, que usó los balaustres como elemento decorativo diferencial y que dejaron en varias ciudades castellanas pruebas excelentes de su oficio. Editado por Gaviño de Franchy, con el celo habitual, lo mejor que podemos decir de este estudio es que, además de su rigor y valores objetivos,  tiene más fuste argumental que numerosas novelas históricas, cuando el género vuelve a estar de moda; acaso por la recta personalidad del capellán menor del rey y vigésimo cuarto obispo de Canarias, que es asunto sobre el que volver en cualquier momento.