X
domingo cristiano >

No es cansancio, es lucidez – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

Hay momentos en la vida que marcan la frontera entre una persona infantil y otra madura, sin que la edad física sea el argumento más decisivo para ubicar a alguien a uno u otro lado de esa linde. Yo he descubierto que uno de esos momentos definitivos se produce cuando, por extrema lucidez, alguien sólo alcanza a decir: “¡Ven ya, Señor Jesús”.

No es que sea persona caída, rota, y por eso alce sus manos y sus gritos al cielo; no es por derrotismo ni por dimitir de esta vida, con sus múltiples empeños. No es por querer desertar de la cruz de cada día, sino todo lo contrario: es por lucidez, por extrema lucidez.

Hay un instante, que se gesta en un millón de ocasiones anteriores y se sirve de la experiencia acumulada por quien sabe aprender de la vida; hay un momento, digo, en el que las personas experimentamos más allá de la teoría que Dios es la verdad definitiva, el consuelo verdadero. Uno llega a la conclusión desde lo más íntimo de que sólo Dios es el descanso que merecen tantos hombres y mujeres heridos en las honduras de su ser.

Cuando se conoce y se acompaña sin miedo el devenir de tantos que caminan a nuestro alrededor, es entonces cuando tanta necesidad desbordante se convierte en reflexión y luego en oración. Más tarde, en plegaria: “Ven, nos haces falta”. Y todo ello sin dejar de reconocer la estremecedora belleza de lo creado y de lo vivido. Cuando un cristiano maduro invoca el nombre de Dios sobre un problema o sobre la vida toda, no lo hace como el cavernícola que, deslumbrado por lo que no entiende, se inventa un dios para refugiarse en su fingida presencia.

Es distinto. Cuando un creyente suspira por el final de los dolores de la Humanidad herida, no está desentendiéndose de quienes se despeñan en el camino, ni está culpando al cielo por tanta sinrazón. Mucho menos cae en la trampa de culpar a los hombres de todas sus desventuras. Este mundo es así. Así lo hicimos entre todos desde los orígenes y de esta manera peregrinamos en él. Pero, sin que eso signifique desfallecer, el corazón de quien busca el rostro de Dios sabe bien que solos no podemos, por mucho que seamos legión quienes empujamos hacia arriba este carro por la pendiente de la Historia.

“Ven a casa, Señor” es la oración de quien, agradecido por el don de la vida propia y la ajena, ha experimentado desde dentro que nunca será la vida plena si le falta la presencia de Dios. Quien ha tocado con sus manos las necesidades más hondas de los demás sabe que la respuesta tiene nombre propio: es Dios, el único capaz de saciar estas ansias nuestras de respirar siempre el mejor aire, de surcar las aguas más limpias, de escalar las alturas ignotas.

No es por cansancio. Es lucidez, extrema lucidez, invocar la presencia de Dios sobre los hombres, sobre la vida, en el día a día. No buscamos adelantar el final del mundo, sino acabar para siempre con la mediocridad que nos deja tullidos para caer en la cuenta de la grandeza con que fuimos pensados y somos cuidados. Por eso, en Navidad el grito de cada cristiano es: “Somos tu casa. Vuelve a tu casa, Señor”. Y no es por despecho. Es por lucidez.

@karmelojph