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Francisco de Goya – Por Luis Ortega

   

Dos décadas en la vida y la obra del genio aragonés se presentan hasta el próximo mes de mayo en las salas temporales de los Jerónimos, dentro de la astuta y eficaz estrategia de la dirección del Museo del Prado que, en ciclos negros y de contados recursos, hace de la necesidad virtud y pone en valor sus extraordinarios fondos, con la mayor imaginación y el menor coste. La espléndida exposición Goya en Madrid consta de ciento cuarenta y dos obras, que tienen como eje los cartones que, entre 1775 y 1794, realizó para la Real Fábrica de Tapices y que, además de sus buenos emolumentos, le significaron una sólida reputación y una larga lista de encargos solicitados por la corona, la aristocracia rancia y la ilustrada, y la burguesía adinerada y atrevida que, naturalmente, fue la primera que descubrió su talento. La faceta más castiza y colorista de Francisco de Goya (1746-1828), que creó escuela en la Villa y Corte, se proyecta y complementa con sus coetáneos: el veneciano Giambattista Tiepolo, decorador de los Reales Sitios; Mariano Salvador Maella, pintor real; el suntuoso Luis Paret y Alcázar; Francisco Bayeu, que fue su protector y cuñado; y, naturalmente, Antonio Rafael Mengs, director artístico de la factoría de Santa Bárbara. Orientada hacia sus devociones, también están presentes  los maestros del pasado, presentes en las colecciones reales, que más le influyeron: Tiziano Vecellio, Pedro Pablo Rubens, David Teniers o Diego Velázquez. En el abanico temático se cuentan escenas típicamente cortesanas y asuntos atemporales que, desde siempre, marcaron la pintura  decorativa. En ese ámbito, como más tarde en el retrato individual o coral, los temas religiosos y populares y su particularísima recreación de los géneros históricos, alienta una personalidad singular que se revela con la mayor frescura y desenfado compositivo y con una interpretación de la luz y el colorido que despertaron a una legión de imitadores. Para casar con la libertad que transmiten los cartones goyescos, decisivos para comprender sus ideas y la evolución de su estética, los artistas de su ilustre cortejo aparecen fuera del contexto cronológico de la colección permanente; se suman en función de las sugestiones que mueven las siete estampas, alabadas por sus contemporáneos y, todavía hoy, modelos de un costumbrismo sin afectación que, pese a su condición de arquetipos de lugar y época, sobrevive por el prodigioso instinto de modernidad que reveló desde su juventud y le acompañó hasta el final de su larga existencia.