El fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, dio a conocer ayer su renuncia al cargo por motivos personales. Ser políticamente correcto convierte hechos y palabras en una suerte de parafernalias absurdas robándolas de todo sentido. Estas decisiones tienen un notable significado que bien podrían servir para aprender alguna lección pero aquí somos más de pasar página sin terminar de comprender. Tanto es así que ya se hacían apuestas con el nombre del sustituto/a. “Motivos personales” suena más bien a los casos en que la Fiscalía hace el papel de abogado defensor o cuando los jueces del Supremo denuncian las injerencias del Ejecutivo español. Pero no cuelan en la renuncia de Torres-Dulce. La justicia no es precisamente tema para la barra de un bar, entre las nominaciones de Gran Hermano y quién cogió sus cuchillos y se fue de Top Chef. Se echa en falta cultura de divulgación, conocer con cierto rigor los hechos y el contexto que han llevado a tal o cual magistrado a tomar cual o tal decisión.
La sociedad lamenta que la justicia no sea del todo independiente, aunque paradójicamente todo el mundo juzga esa independencia con la regla de la medida de sus inclinaciones políticas. En la tensión que han mantenido esta legislatura el Poder Judicial y el Ministerio de Justicia, el que se ha pasado de rosca ha sido el ministerio, llegándose a creer (por la mayoría absoluta del Gobierno) que pueden tratar a personas profesionalmente autónomas como si fueran monigotes. La responsabilidad política de los aciertos y desaciertos no pueden recaer en los órganos judiciales sino en el Ejecutivo. Éste ha pretendido que fueran otros los que a golpe de mazo de juez le solucionaran los problemas en los que no han estado a la altura, por ejemplo, el 9N. La ley no basta. Nos hemos enterado todos menos Mariano Rajoy, que con su genuino control de los tiempos se vendrá a dar cuenta cuando ya sea expresidente.
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