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El Mustang – Por Tomás Cano

   

Abrumado, por la cantidad de noticias sobre la situación del transporte aéreo, y todo aquello que me inunda todos los días de malas noticias, decido aceptar la invitación de un buen amigo, residente en San Diego, California. Nunca había estado en el aeropuerto Linbergh Field. Mi amigo Luc Baker me recoge en su Linconl Coupé de 1984. Es un entusiasta coleccionista de coches y aviones. Me pregunta si estoy cansado, porque antes de ir a casa quiere enseñarme su nuevo avión. Le digo que no y nos dirigimos a un pequeño aeródromo local, cuya pista de vuelo es de hierba, con tres hangares desde donde se prestan todos los servicios y almacenan todos los aviones.

Aparcamos en el segundo hangar. Entramos y rápidamente reconozco su avión, un North American P-51D Mustang. Quedo impresionado. Está en un impecable estado con su motor Packard Merlín. Me mira con los ojos de un niño que acaba de recibir un juguete y me dice: “Mañana lo volarás. ¿Qué te parece?”. No puedo poner reparos ya que mi entusiasmo es superior a mis palabras, y le doy como respuesta que me encantaría. Finalmente, llegamos a su casa. Me quedo en la habitación de invitados y acordamos desayunar a las diez y luego ir a probar su nuevo avión.

Por la mañana, cuando llegamos al aeródromo, el avión está estacionado fuera del hangar. El sol realza todavía más su figura imponente. Su pintura es la misma que llevaban estos aviones durante la II Guerra Mundial. Luc me presenta al piloto que va a efectuar el vuelo conmigo, un hombre enjuto, alto y con el pelo muy largo pero bien peinado hacía atrás. Es Scott Kleber. Veterano piloto militar y de línea aérea, estuvo volando para Delta Airlines el Boeing 777. El vuelo fue una experiencia inolvidable. Cuando aterrizamos, bajé de la carlinga como un niño que acaba de ver cumplido uno de sus sueños. Después nos dirigimos por carretera, los tres juntos, hasta un bar que se llama Long Horn. Pedimos unas cervezas y algo para almorzar. Empezamos a hablar de temas intrascendentes, hasta que Luc me dijo que a la segunda cerveza seguro que Scott saca su perfil filosófico, como el de los antiguos pilotos o caballeros del aire, y nos empieza a hablar de la vida y su propia filosofía. En aquel momento los tres empezamos a reír y pedimos más cervezas.

De repente Scott me pregunta: “¿Has visto las nubes que habían hoy en el cielo durante nuestro vuelo?”. “Sí”, le contesto, “eran cirros”. Entonces hizo una pausa y empezó a contarnos que las nubes se clasifican utilizando palabras en latín y que esta clasificación se debió a un químico, un tal Howard. Me dijo: “Cirrus significa rizo de pelo; stratus, capa; cúmulos, barato, y nimbus, lluvia”. La verdad es que no lo recordaba.

Seguimos hablando sobre lo que ocurre en el transporte aéreo en general. Igual que en otros sectores hay muchos cínicos y el cínico es un hombre que sabe el precio de todo, y el valor de nada. Siguió hablando y ya nadie podía detenerle. “El problema es que hemos perdido la estrella que nos guía, como dijo Saint-Exupery. Si al franquear una montaña en la dirección de una estrella, el viajero se deja absorber demasiado por los problemas de la escalada, se arriesga a olvidar cual es la estrella que lo guía”.

Nos quedamos mirándolo fijamente porque nos había impregnado con algo que a veces nos falla, y que no es más que la fe. Sí, la fe de que todo lo que se ha creado a lo largo de la historia de la humanidad ha empezado con pensamientos, como los de Scott. De esos pensamientos surge siempre el camino que se ha manifestado desde lo invisible. Este viaje me ha impactado y en especial las palabras de Scott en una persona como yo, que ve a diario el amor y el odio, y por primera vez me pregunto cómo es posible. Yo solo me contesto: no lo sé. Pero en ello están crucificadas muchas personas diariamente.