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Navidad chicharrera – Por Joaquín Castro San Luis

   

Cuánto embrujo encierra esta palabra? Sin duda, es misterio, milagro, es comunicación. La Navidad, no sé por qué lazos sentimentales, hace que la gente se hermane, que deje de ser la masa cotidiana para convertirse en persona, en ser humano que es capaz de desprender rayos de esperanza hacia los demás. ¿Por qué no será siempre Navidad? La Navidad en Santa Cruz desde antaño eso era: confraternización, entrega, amistad, el felices pascuas y la acostumbrada frase próspero año nuevo. Se deseaba buenos deseos a todos los santacruceros, si había envidia esos días se perdonaba, parece que se olvidaba, aunque con el transcurso del tiempo volviera, sin embargo algo quedaba. La Navidad en Santa Cruz respiraba alegría callejera, bullicio en torno a las parroquias, las misas de luz y Lo Divino recorría las calles al son de panderetas. Se cantaba con la ilusión y con el deseo de recordar que un nuevo nacimiento acaecía en la Humanidad, de la que tan necesitada estaban. Las casas y las calles olían a fritos. Los pestiños, los rosquetes y las truchas no faltaban en ningún hogar. Había turrones y mazapanes y pasteles de gloria envueltos en platinas, pero donde estuvieran los pestiños o los roscos y el chocolate de madrugada, las demás golosinas quedaban atrás. En aquellos días, pasados, inmejorables, de recuerdos para todos, en las casas se amasaba la harina, con buen aceite de oliva, como en las aldeas de Belén y Nazareth, y los boniatos o batatas, blancas o amarillas guisadas y aderezadas con pasas y almendras para los postres caseros. No había televisión, no había grandes carteles anunciando tal o cual marca de turrón, ni de champán; eso sí, había esperanza, futuro, se esperaba algo nuevo que llegaría al corazón de los hombres para hacerlos mejor. Quizás pensando en alejar las guerras, los disturbios, en hacer del trabajo el pan nuestro de cada día, en olvidarse de guerras mundiales, de conflagraciones. La gente respiraba ese aire bueno y fresco que desde las altas latitudes llegaba a Santa Cruz para oxigenar los pulmones de buena voluntad. Venía en el éter del aire los augurios de lluvias, las necesarias para las tierras. Para el campesino canario era primordial que no le faltara el agua para sus cosechas de papas, para la platanera y el tomate, para el trigo que le proporcionaba el gofio, sustento de sus hijos. La Navidad de Santa Cruz era la unión familiar, la estrechez de vínculos de la sangre que tal vez por la distancias o por las ocupaciones eran los días propios de reunión, de los padres con los hijos y nietos. El encuentro de las generaciones, reunidos en torno a la gran mesa, donde el vino dulce o el anís ocupaban lugares destacados, o los licores caseros, como la mistela o el de naranja. Eran épocas no lejos en el recuerdo. Fueron a veces hasta malas, con fricciones, con estrecheces, pero siempre con una ilusión, con una inquietud, con un querer y esperar en los demás. El nacimiento o el belén era el gran protagonista de estas fiestas. Estaba en casi todas las casas de Santa Cruz, más grande o más pequeño, pero “el misterio” siempre presidía aquellas celebraciones, entre la sidra y los polvorones. No había tanto champán, ni tantas exquisiteces, pero sí, sinceridad, perdón, unión, respeto a los mayores, familia… La Navidad chicharrera sigue y seguirá en las mentes de todos. De los que ya son mayores y de la herencia transmitida a los jóvenes. Ha de volver. Se han de oír por las calles santacruceras los cánticos y villancicos al son de las panderetas y de los aires de la tierra que salpicaban todos los hogares y de las casas saldrán de nuevo ricos olores, y el portal de Belén será centro de la reunión y el gloria se entonará con música de folías y su eco se repetirá de esquina en esquina y de plaza en plaza de Santa Cruz.