En estos días recibí dos hermosos y oportunos regalos a propósito de Francisco de Quevedo, mi barroco favorito. El primero -un reportaje del hallazgo de sus restos mortales por un equipo de arqueólogos, forenses e historiadores- remitido por un amigo de Villanueva de los Infantes; el segundo, como gentileza de la fundación de su nombre, otra monografía sobre el conceptista que tiene en el otoño que queman sus últimas etapas los aniversarios de nacimiento (1580) y muerte (1645). El último biógrafo, Pablo Jauralde Pou (1944), catedrático de la Autónoma de Madrid, fue profesor visitante en La Sorbona, Toulouse, Cambridge, Nápoles y Harvard y ha firmado una docena de títulos sobre el Siglo de Oro -con antologías y catálogos de manuscritos- y sus autores preferidos, Cervantes y, claro, Francisco de Quevedo. Cuatro ensayos sobre éste, lo confirman como el mejor estudioso de un intelectual poliédrico y de ánimo tortuoso ante el que no cabe la indiferencia. Según la crónica local, fue enterrado el 8 de septiembre de 1645 en una cripta de la capilla de La Soledad y su tumba fue profanada, al parecer infructuosamente, por un ladrón en pos de las famosas espuelas de oro, “la revancha de un caballero lisiado”. Sin constancia documental, en el siglo XVIII, el contenido íntegro de aquel osario pasó a otra bóveda secreta de la parroquia de San Andrés, cuya existencia no se descubrió hasta 1955, durante la restauración de la Sala Capitular. El hallazgo confirmó la veracidad de las noticias de sus últimos años, cuando renunció a la Corte para ejercer el señorío de la Torre de Juan Abad y su enfermedad y muerte en el convento dominico. La clave para la identificación de sus despojos, olvidados por más de tres siglos, fue el fémur derecho donde se apreció la malformación congénita que provocó su cojera y fue motivo de burla para sus enemigos políticos y literarios. Previamente, los expertos descartaron huesos de numerosos individuos y seleccionaron los de varones sexagenarios, cuyas características casaron con los retratos y descripciones del personaje. Dignamente identificado y acompañado con un acta sobre la necropsia, la prensa del día de su tercera inhumación y monedas de curso legal, la urna de hierro del escritor volvió a su primer emplazamiento y está asequible para curiosos y necrófilos y nos atrevemos a sugerir que, como epitafio, debería figurar en ella una de sus aseveraciones más amargas y certeras: “Es la vida un dolor en que empieza el de la muerte, que dura mientras dura esta”.