Paulino Rivero fue un político de cierta importancia en Canarias. Ya ni me acuerdo. Ahora tenemos a su parodia, interpretada por lo que quede de aquél. Desde una perspectiva lúdica, lo borda. Desde una perspectiva política, ha perdido su sano juicio (eufemismo de estar mal de la chaveta). Cualquier día de estos, en una tertulia sobre el pequeño Nicolás y su megalomanía delirante, sacarán a colación el caso del presidente canario quien también parece vivir en un mundo más ficticio que real. Sus declaraciones dejan entrever una (agotada) vida política entre la comedia y la tragedia. Este maestro venido a más se ha convertido en una caricatura soberbia, empeñada en humillar a su adversario ficticio; el ministro Soria. Ciertamente, una confrontación con un fantasma “popular” le aportaba rédito electoral, siempre y cuando la cosa no acabara en enajenación hasta el punto de creer que funcionarios peninsulares o el TSJC conspiran contra uno. Los canarios observamos atónitos las molestias que se toma nuestro presidente en su asunto personal que no es ninguno de los verdaderamente centrales de la sociedad canaria. Toda la política de Paulino consiste, en estos días, en una serie de patéticas reacciones, a cuál más revanchista, a cuál más infantil. Rivero ha negado a su pueblo un debate no sesgado sobre la cuestión petrolífera. Ha mentido sistemáticamente a la opinión pública atribuyéndose competencias que no tiene y afirmando, poco menos, que se las han robado. El único que ha robado a Canarias es su partido que aprovecha cada institución en la que entra para usar esos medios económicos como propios como ha hecho, concretamente, el Gobierno de Canarias con el “no al petróleo”. Paulino Rivero se proclama líder a la vez que comete torpezas una detrás de otra. Ofrece a sus ciudadanos y al Gobierno central una imagen dantesca de un político que ha perdido el norte.
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