Precedida por su agresiva gestión del asunto de los Eres de Andalucía, y con el perfil de jueza combativa y echada p’alante, la magistrada del juzgado de instrucción número 6 de Sevilla, Mercedes Alaya, ha aterrizado con una hijuela del caso MercaSevilla en Canarias, descubriendo golferías varias que afectan a los Cabildos de Lanzarote y Gran Canaria y al Gobierno de Canarias. Las pesquisas de la magistrada están todas relacionadas con el cobro por parte de funcionarios públicos de comisiones pagadas por una empresa de jardinería y limpieza de carreteras -Fitonovo- que logró importantes contratos de las tres entidades citadas, y que habría pagado a los responsables de decidir o acelerar esas contrataciones. Concretamente, la jueza acusa con nombres y apellidos -además de a los directivos de la empresa presuntamente corruptora- al portavoz de Coalición Canaria en el Cabildo de Lanzarote, Sergio Machín, y al funcionario jubilado José Maya, con un extenso currículo de servicio a distintas administraciones en la Consejería de Obras Públicas.
El mecanismo criminal desarrollado por Fitonovo es perfectamente explicado en los 10.000 folios de un sumario que ha sido encuadernado en 21 tomos: la empresa se dedicaba a pagar lo que coloquialmente se denomina en ámbitos políticos -con bastante mal gusto- como “impuesto revolucionario”, es decir, un porcentaje de los contratos que se obtienen.
La práctica del “impuesto revolucionario”, llamado así en recuerdo de las extorsiones que ETA cobraba a los empresarios vascos a cambio de garantizarles ‘protección’ de sus propias actuaciones, se originó a partir de 1979 con las primeras grandes contrataciones de la administración municipal, fundamentalmente al externalizar los servicios de limpieza y recogida de basuras. Inicialmente, ese impuesto, iba a parar a las arcas de los partidos y servía para financiarlos, pero poco a poco fue derivando a una golfería mucho más íntima y cercana. Según fue generalizándose el sistema, se convirtió en normal para las empresas asumir que había que pagar comisiones, y algunas no sólo lo asumieron, sino que lo convirtieron en un modo de mejorar su cuenta de resultados. Porque la cuantía del porcentaje que se paga al intermediario sale directamente de un aumento del coste total del proyecto. La mordida se convertía así en un mecanismo sin coste, que podía resultar determinante para obtener el contrato.
La jueza Alaya ha lograda agarrar a una empresa que pagó comisiones (es probable que en algún momento lo hicieran la mayoría de las empresas que contrataban con las distintas administraciones), pero ahora hay que probar que las personas a las que acusa la jueza realmente se engolfaran. No es una cuestión baladí: porque en una contabilidad B se puede anotar cualquier apunte. Se puede apuntar, por ejemplo, dinero que se paga a un funcionario o a un político, y que realmente no se ha entregado, o sólo se ha entregado parcialmente, porque quien se lo ha quedado ha sido el responsable de la empresa, que engaña a sus jefes o accionistas. No sería la primera vez que ocurre. Lo que tiene que probar ahora la jueza es si en los casos que señala en Canarias ocurrió lo que la contabilidad fraudulenta de Fitonovo asegura.