El resultado de tres generaciones de mujeres, de tres tiempos distintos, desembarcó en la mesa de aquel restaurante de pueblo. Abuela, madre e hija tomaron asiento con parsimonia, recibieron la carta y en silencio susurraron la letanía del listado de platos.
Soledad primera. Con la piel blanca y el semblante sobrio miraba por encima del filo de la carta, de soslayo, a su nieta. Era consciente de que hacía mucho tiempo que no le invitaban a comer fuera; ella con su pensión ahorrativa tenía presente que siempre debía guardar algo, “para cualquier imprevisto”. Atrás quedaban los buenos tiempos, los restaurantes de postín; todo eso se fue diluyendo, aunque le gusta recordarlo esas tardes cuando se sienta a tomarse su buchito de café frente a la ventana.
Soledad segunda. Allí estaba con el rostro limpio, pelo ensortijado y una blusa que parecía no conocer plancha. Tras todo el día corriendo pensaba que apenas tenía ganas de comer, aunque hoy pagaba ella. La mujer que estaba sentada a su derecha no era solo su madre, era su bastón, su apoyo, su garantía, su ángel de la guarda. Cuando otros muchos desecharon su amistad e incluso su compañía, siempre encontró resguardo bajo su generosa sombra.
Soledad tercera. Aunque pareciera ajena a toda la estampa, aquella niña, distraída, basculaba los ojos entre el nombre de los platos de la carta y, siguiendo los puntos suspensivos, su traducción a euros. Parecía estar programada para hacer reír, para generar complicidades y arrancar un gesto de alegría. Y aunque el brillo de sus ojos no se apagara, todavía en sueños volvía a buscar entre sus recuerdos cuando, asida por dos manos distintas, saltaba dando pasos de gigante de vuelta a casa.