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Jilgueros – Por Ylka Tapia

   

Hay algo en El Jilguero (1654), cuadro de Carel Fabritius, que hipnotiza. En el mismo instante que lo vi en la portada de la novela de título homónimo de Donna Tartt -Premio Pulitzer-, y aun desconociendo su trama, tuve que adquirirla. Lo mismo le ocurrió a la autora: deseaba incluir una obra de arte en el argumento, pero no sabía cuál hasta que se encontró con esta pequeña pieza de óleo sobre tabla que cambió su vida y la de Theo Decker, el avispado protagonista de la historia.

Tartt boceta complejas existencias como lo hiciera su principal influencia literaria: el maestro Charles Dickens. Y aunque este último impregnaba a cada personaje de su desalentador pasado, ambos, en realidad, nos retratan. Porque somos como el pequeño e inteligente jilguero de la Holanda del siglo XVII que pintó Fabritius: permanecemos encadenados al miedo. Ahogamos ilusiones, acallamos la voz interior y devoramos estímulos (ahora mediante la insalvable conectividad) para esquivar las inquietudes de una sociedad que asiste casi impasible, entre otras barbaries, a ejecuciones grabadas en Blu-Ray.

Aun pareciendo lo contrario, no soy pesimista. Me maravilla nuestra extraordinaria capacidad creativa y adaptativa. De hecho, si perdiéramos los sentidos, como refleja la irregular película El perfecto sentido (David Mackenzie, 2011), encontraríamos la forma de volver a nuestras rutinas. Porque las rutinas sosiegan, adormecen a los demonios y nos facilitan la vida en nuestras jaulas de oro con barrotes de temores.

Unos barrotes que, para algunas mentes preclaras, como la del cosmólogo Stephen Hawking -recomendable la recién estrenada La teoría del todo (James Marsh, 2014), basada en la novela de su exesposa Jane Hawking, Hacia el infinito-, no representa obstáculo alguno cuando se desea volar alto (en esta ocasión gracias al avance científico) sin remordimientos, sin miedos. Desencadenados.

@malalua