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La canario – Por Carmelo Rivero

   

La famosa bailarina Margaret Odell, una estrella disoluta de la farándula de Broadway, era conocida con el apodo de La Canario, y el insigne detective Philo Vance tuvo que emplearse a fondo, aguzando sus métodos psicológicos, para descubrir al hombre que la estranguló en su apartamento de Nueva York, un crimen catalogado por la prensa y la policía como “el caso más extraordinario y sorprendente”. A la exuberante vedette le adjudicaron el apelativo de nuestro gentilicio desde el momento en que encarnó, vestida de satén amarillo y blanco, al ave canora de las islas en la representación del Ballet de los Pájaros. El éxito fulgurante de su papel y de su piel sonrosada y melena rubia, que resaltaban con los colores del atuendo, obligaron a cambiar el título del espectáculo de cabaré por el del Ballet del canario. La Odell cobró, entonces, notoriedad y se vio abocada a una vida licenciosa en brazos de amantes acaudalados; descendió a tugurios de dudosa reputación y la muerte la sorprendió en un tris de prostituirse. La historia no es real. La víctima es un personaje de ficción de novela negra. El infalible investigador es producto de la imaginación del escritor Willard Huntington Wright (1884-1939), y, en gran medida, su alter ego. Vance da con el asesino cuando todas las sospechas se han desvanecido y cunde la alarma de que ninguna pista conduzca a nada ni a nadie. Da gusto consumir el género de S.S. Van Dine, seudónimo del autor para su saga de novelas negras (esta se titula El caso del ‘canario’ asesinado). Uno desearía un Philo Vance de verdad que resolviera los crímenes y delitos humanos e inhumanos sin esclarecer, la ruta y escondite del botín de Roldán y sus pactos secretos con el espía Paesa, que surten el nuevo proyecto del cineasta Alberto Rodríguez (La isla mínima); la nebulosa y picaresca del pequeño Nicolás que causa estragos en el seno de la policía de un país que parecía asentarse en pilares más sólidos; el laberinto de Bárcenas durante décadas recaudando entre las sombras de su contabilidad B; las matanzas sin aclarar de ETA cuando aún no calentaba escaños, y, sobre todo, las madrigueras, los nidos macabros del yihadismo, como sugiere la última cinta de Clint Eastwood sobre la guerra de Iraq (El francotirador), que vi el sábado, víspera de los Oscar, y su versión más feroz de los rehenes condenados a morir en llamas en jaulas, una vez descabezada -como narra aquella otra película, La noche oscura- la Al Qaeda de Bin Laden en su refugio pakistaní de Abbotabbad, a manos, precisamente, de un comando de asalto de élite norteamericano apodado como Margaret Odell, ante la eventualidad de tener que salir volando, como el pájaro paisano, a espetaperros.