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por qué no me callo >

Celia Cruz – Por Carmelo Rivero

   

Celia Cruz era una embajadora providencial, la cara más reconocible del inconnu de nuestro Carnaval por donde quiera que iba, como la Fania All-Stars lo fue, de los 70 a los 90, de la salsa y el chachachá. En vida, constituía, sin duda, nuestra mejor valedora exterior a la hora de exportar la imagen de una fiesta cuyo transformismo y delirio exigen una explicación al público profano para que no cunda la sospecha de que aquí nos hemos vuelto todos locos. Venía con frecuencia a vernos y se identificaba con nuestra idiosincrasia como si fuéramos la isla doble de Cuba donde calmar la añoranza, su mejor elección para soñarse paseando por el Malecón de La Habana, con la maresía. Actuaba en un trance feliz, en efecto, como si fuéramos sus cubanos de este lado, como si hubiera regresado del exilio a bailar y cantar en las corralas habaneras. Me dijo en cierta ocasión, en que accedió a contarme su vida reposadamente, que había algo que no le perdonaría nunca a Fidel: cuando le impidió volver a su tierra a ver a su madre Catalina Alfonso, Ollita, antes de morir de cáncer. Tenía las lágrimas escondidas que asomaban cada vez que mencionaba la palabra Cuba con congoja, así como ¡azúcar! era su grito de alegría desde que lo acuñó en voz alta en un restaurante delante de una taza de café.

Cuando murió, en 2003, completé la historia de su vida desapacible vista desde fuera a través del hombre que mejor la conoció, su marido, el músico y manager Pedro Knight, Copito de Nieve, que la amó cuando se hizo solista de la Sonora Matancera. Y él me ratificó entonces, punto por punto, a las puertas del Carnaval de Santa Cruz que rindió homenaje póstumo a la memoria de su mítica reina de honor, la conexión de la cantante con la Isla, que fingía Cuba en Tenerife haciendo malabares en el mapa como si esto fuera el Caribe. En la Plaza de España, donde Paco Padrón inventó aquel baile multitudinario de Radio Club en Carnaval al ritmo de Celia y la Billos, que fue récord Guinness, la intérprete de Bemba Colorá cerró los ojos y se dejó llevar por el arrullo de la gente y el océano hasta los orígenes humildes de su infancia en el barrio de Santos Suárez, hija de un fogonero de los ferrocarriles. Por eso Celia quería tanto estas calles y el susurro del mar como en un trampantojo. En la gala del miércoles, las comparsas recrearon el sello inconfundible de Celia -tan potente por sí mismo como la propia salsa genérica-, que está ahora en la corte suprema del arte, como el célebre programa cubano de radio donde se fraguó la mulata contralto que era amiga de Javier Zerolo y del Carnaval de Santa Cruz, como si aquí encontrara los bohíos que adoraba con trozos de vieja yagua, bemba colorá.