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Dios quiere – Por Carmelo J. Pérez Hernández

   

Uno de los más tremebundos errores de cuantos se perpetran en la transmisión de la fe se refiere a la relación entre Dios y la enfermedad. Buscando subrayar una verdad tan grande como es que Dios no se desentiende de los que sufren, hay quien acaba deduciendo y contagiando que nuestro Señor busca, quiere, propicia, envía enfermedades y variados males. ¿Exagero? Pues vaya usted a Candelaria o al Cristo de la Laguna, a Las Nieves, a Guadalupe o a los pies de la Virgen de los Reyes. Pregunte a los dolientes peregrinos de dónde salen tales sufrimientos. “Hay que aceptar lo que Dios nos envía”, “Si Dios lo quiere…”… serán algunas respuestas.

En algún recodo del largo camino dimos un traspié al explicarlo. Porque no, Dios no lo quiere. Ni la enfermedad, ni la muerte. Dios no las manda, ni las usa para purgar a sus hijos cual sádico preboste malparido. Semejantes aberraciones, que encojen el corazón a los cercanos y producen escándalo a los de más lejos, no las enseña nuestra fe.

No es que expulsemos a Dios del foso de dolor en el que se arropa el que experimenta sus propios límites físicos o mentales. Ni lo desalojamos del lecho en el que el moribundo ve cómo se apagan sus días. En absoluto. Dios está junto a los que ya se doblan. Pero no merodea como el que pasaba por allí, sin implicarse; ni como quien clava la lanza. La novedad de nuestra fe es que Dios está allí sintiendo lástima, acercando su mano, tocando el desgarro del que ha caído. Y, lo más importante, queriendo la recuperación del que ve peligrar su futuro.

“Si quieres, puedes limpiarme”, es la provocación del leproso que aparece en el evangelio de hoy. “¡Quiero!”, responde Jesús. Ese “quiero” es la puntilla a todas las teologías del regocijo en el sufrimiento, del masoquismo estéril. En ese “quiero” se resume Dios y se concentra el futuro del ser humano.

La fragilidad, la enfermedad, la cercanía de la muerte… estas realidades bien entendidas, asumidas desde una fe adulta o bien acompañada, siguen siendo igual de indeseables, pero contienen sabiduría en sus retorcidas entrañas. Al contacto con la débil línea que nos separa del dejar de existir, los hombres tenemos una oportunidad sobresaliente para dejar de vivir en la paranoia y el delirio diarios. Al tocar fondo, es allí dentro donde se descubre que somos mucho más que esta apariencia que se desmorona.

Muchos encuentran una cita con Dios y con la hondura en esos momentos de mayor incertidumbre. Dios no abandona a quien tiembla, se regala de una manera singular, pronuncia entonces un “quiero” liberador. Es el mismo que grita la Iglesia este domingo, convocando a quienes están abatidos por el peso de los días y el desgaste de esta carne trémula. A la alegría de vivir y al resurgir de la esperanza, Dios sólo saber decir: “Sí, quiero”. El negro, para los muertos que se dedican a enterrar a sus muertos.

@karmelojph