No soy yo de repetir temas en esta cita semanal con mis amables y sufridos lectores. Ayer, sin embargo, los dedos se me iban al teclado para escribir nuevamente sobre el papa Francisco.
Es que la cosa tiene bemoles. Sobre el caso ya lo sabemos casi todo: que Diego (que antes se llamaba Cuca) nació siendo mujer, pero se sentía hombre desde el principio; que se cambió de sexo; que su transformación marcó el final de una etapa y el inicio de un infierno, el que fabricaron sus dudas acerca de lo que Dios pensaba de él.
Puestos a despejar la incógnita, ¿quién mejor que el papa para preguntarle? Dicho y hecho. Y Francisco contestó: que te vengas al Vaticano; mejor en sábado, para que no faltes al trabajo; que le digas a los guardias suizos que vienes a ver al Papa; que no te preocupes por el dinero, yo te preparo un sobre para los gastos. Juro que no me invento nada, esto es lo que pasó, punto por punto.
¡Cómo no iba yo a volver a escribir sobre el Papa! Es que todo lo anterior sería impensable, no digo tres siglos atrás, sino tres años. Francisco le ha recordado a la Humanidad que su parroquia es el mundo entero y que como párroco trata a los hombres. Quiere conocer a sus parroquianos por su nombre, ponerles cara, abrazarlos para darles aliento, mirarles a los ojos cuando hay que invitarles a reconstruir su vida.
Francisco ha leído todo esto en las entrañas de Dios y siente la grave responsabilidad de ponerlo por obra. No es un exhibicionista, ni un populista, ni un irresponsable que baila sobre la tumba de la tradición católica: es un testigo, que cuenta y hace lo que Dios le ha susurrado cuando descansa en él y cuando le enseña a contemplar la Historia no como un espectáculo, sino como una pregunta a la que hay que responder con gestos decididos.
“¡Claro que eres hijo de la Iglesia!”, le dijo el papa a Diego, recordándonos a todos que le Iglesia no es el almacén de los perfectos, sino el hospital al que acudimos los heridos. Y eso fue bastante: “De la reunión no voy a contar nada, es un secreto entre nosotros”, asegura Diego.
“El profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá”, le dice Dios a Moisés en el texto que hoy proclamamos en misa. La advertencia es para todos: para hablar o actuar en el nombre de Dios hay que conocer su corazón, buscar su rostro, dejarse hacer, despojarse de prejuicios y estereotipos. Abrirse a lo enteramente nuevo, a lo eternamente misericordioso. Si no, estamos hablando en nombre de otros dioses, no del padre de nuestro Señor Jesucristo.
Por cierto, los gastos los pagó el obispo de Plasencia, que estaba encantado con la visita. Para que luego digan.