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Abajo las partituras – Por Félix Díaz Hernández

   

Gurús de todo tipo salpican nuestra vida haciendo recomendaciones, inventando frases más o menos elocuentes y casi siempre poco originales, pretendiendo dos objetivos: primero, que nos sintamos identificados con la sesuda reflexión; o segundo caso, que esas palabras expresen nuestros deseos más o menos inmediatos. Las revistas e incluso las publicaciones relativamente serias; los extractos de páginas de internet; todos esos formatos y otros muchos nos atiborran de decálogos para la felicidad, para “limpiar” nuestra mente, ser positivos, amar bien, educar a nuestros hijos o cualquier otro legítimo deseo genérico. Siempre he huido de copiar libros de citas. Una época disfruté con el burbujeo de ideas desestructuradas que supone leer una cita tras otra de diversos autores ordenados alfabéticamente, casi siempre sin saber qué historia, interés o personaje estaba detrás de la misma y se había atrevido a pronunciar o escribir tan sabias palabras. También he conocido a discípulos de las teorías de la energía positiva, de sus flujos, fórmulas para su captación; o quizás aquellos que predican el crecimiento personal cimentado en el yo. El caso es que las conclusiones siempre son las mismas. La solución a nuestros problemas; alcanzar la felicidad; despertar cada mañana con una sonrisa; esquivar a los enemigos; atraer a los demás; desarrollar un particular magnetismo personal; todo eso y mucho más, radica en nosotros mismos. Loables y en ocasiones crematísticos intereses suelen anidar en la trastienda de todo este ejército de maestros positivistas que nos convencen sobre cómo debemos vivir. Sin embargo, en una realidad paralela a ese positivismo irreal, todos los días, hombres y mujeres viven arrodillados, encajonados, agachados soportando un implacable techo de cristal que ellos no han elegido. Ese techo, esa barrera física que nos les deja crecer, expandirse o levantarse pudiera tener alguna causa endógena, pero casi siempre suele estar relacionada con las fronteras físicas, sociales, económicas, relacionales, psíquicas o materiales que nos acongojan. El miedo al otro y los malditos prejuicios, emparejados a toda esa gente que nos dice cómo tenemos que vivir o cual es nuestro eslabón en esta cadena vital nos paralizan; mientras el contador de nuestra vida sigue avanzando, quemando dígitos, días, meses y años. Al final la conclusión apunta lo caro que sale la rebeldía y abandonar la partitura que otros han decidido que toquemos cada día de nuestra existencia.