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“Al cáncer solo puedo darle las gracias”

   

Canarias Gráfica Cáncer (4 de 7)-2

SYLVIA MADERO/FOTO:PATRI CÁMPORA

Viuda desde hace 19 años, sabe que en la vida, todo sucede por algo. Es una mujer fuerte que se ha hecho a sí misma y que tuvo clarísimo, cuando le detectaron la enfermedad a los 56 años “que venía por algo bueno”. Como buena vasca, su marcado carácter le ha acompañado durante todo el proceso y ha conseguido hacer del cáncer (aunque sea difícil de creer) una ventaja y no una lacra en su vida.

Fue en una revisión rutinaria con su ginecólogo cuando ella misma vio en la ecografía algo de lo que él no se había percatado, una sombra sospechosa que resultó ser un tumor en su mama derecha. Milagros dice que tuvo suerte porque “mi médico ama a las mujeres; me dijo que tenía cáncer con mucha delicadeza, entre bromas, me hizo sentir como si fuera la única mujer afectada y me lo puso todo muy fácil”. Tres días más tarde ya estaba en el hospital comenzando todo el proceso para atacar a este demonio que tanto asusta y, tras una cirugía conservadora en la que no hizo falta extirparle la mama, salió del hospital para, acto seguido “irme con mis amigas a almorzar, beberme unos vinitos y luego ir a casa a dormir la siesta”. El cáncer no paró su vida; a la semana de operarse conducía y al mes ya estaba jugando al tenis (eso sí, siempre siguiendo las recomendaciones de su médico; “no soy una inconsciente”, reconoce) y lo ha vivido con normalidad, intentando sacar de los momentos de bajón el lado positivo. Solo el recuerdo de la enfermedad y muerte de su marido le hace flaquear, pero también le ha enseñado a afrontar las cosas con valentía y determinación.

Su cáncer estaba en la frontera en la que los médicos deciden si atacarlo o no con quimioterapia y para saberlo la sometieron a una prueba llamada Oncotype DX, con la que enviaron a EEUU sus tejidos para ser analizados. El resultado: solo recibiría radioterapia; eso sí, 15 sesiones. Desde el principio, pudo hacer vida normal y solo notó quemazón y piel enrojecida a la décima sesión. Además, se sometió a braquiterapia, un procedimiento por el que, al contrario que la radioterapia convencional que se dirige al tumor de forma externa al cuerpo, lo ataca directamente mediante unas válvulas que se colocan directamente sobre él. Tuvo que estar 24 horas aislada en una habitación especialmente preparada para ello, algo que recuerda irónicamente como “estar de hotel un fin de semana, ya que la habitación era muy humana, con ventanas y todo”; así evitó tener que someterse a ocho sesiones más de radioterapia.

Milagros siempre tuvo claro que quería destinar parte de su tiempo a una asociación u ONG, pero no terminaba de decidirse y el cáncer le dio ese empujón que necesitaba: su destino sería Ámate. “Cuando las chicas vinieron a visitarme al hospital, pensé: ‘aquí es donde quiero estar, donde seré útil’”. Antes incluso de terminar su tratamiento, Milagros ya estaba visitando a afectadas recién operadas o a punto de hacerlo, dándoles el corazón de tela que la asociación regala (la “almohada del corazón” está hecha por las integrantes de Ámate en los talleres que organizan y es especial porque alivia los dolores postoperatorios al situarla debajo del brazo afectado por la intervención), contándoles su experiencia y sirviéndoles de apoyo, aunque reconoce que, “al final, es mutuo”. Cuenta que se ha encontrado de todo y que “en general se sienten reconfortadas, están nerviosas pero sonrientes. De una conversación que tienes con ellas que te digan ‘gracias por estar aquí’… eso es impagable”.

Para Milagros “hay un antes y un después de esta enfermedad. Cuando te toca, tus valores cambian. Me han cambiado las cosas tanto, y tan positivamente, que al cáncer solo puedo darle las gracias”. Antes, planificaba todo al milímetro, ahora le da mucha pereza organizar planes con antelación porque “supone demasiado tiempo. Prefiero concentrar mis energías en hoy, que ya llegará mañana”. Y sigue a rajatabla la máxima del Dalai Lama que leyó en uno de sus libros y que ya ha convertido en suya: “hay dos días al año en los que no puedes hacer absolutamente nada: uno se llama ayer y otro mañana.