La espiral de Chirino ya tiene casa. Chirino, que este mes cumplió 90 años como un crónida, es un personaje contiguo, del que nunca te separas y por eso hace fácil el reencuentro. Este hombre, el artista cercano que se aleja, no parece de hierro, de lo que naturalmente está hecho, sino de una materia que nunca altera la voz. Pero en realidad su lenguaje inconfundible es el fuego, el cauterio, el arado y la reja del herrero guerrero del arte.
Chirino, mi ídolo de hierro, también seduce a Ángel, que es mi hijo, otro artista abstracto, con sus espirales y los afrocanes y todo su universo de fundición que hasta ahora estaba sin casa, sin domicilio. Al fin, le abren la fundación este sábado en el Castillo de la Luz y así le dan a su obra un techo en la ciudad donde nació el siglo pasado.
La luz de Chirino es el rojo vivo. Las Palmas de Gran Canaria gana, de este modo, un estatus envidiable de novelería turística y artística, como aquel CAAM de los primeros tiempos y otros templos. Hace unos meses, cuando viajó a Tenerife para recibir el homenaje de CajaCanarias, la exposición Crónica del Viento, y dialogar con Juan Cruz en la condición humana, no disimulaba la resignación estoica por los aplazamientos del museo de su vida, que ahora abrirá sus puertas, como digo, el 28 con planes de agitar la modorra nuestra y generar debates de arte y pensamiento, como si Westerdahl y Minik aún vivieran, o Breton y Óscar Domínguez propiciaran otra muestra surrealista en Santa Cruz.
Chirino, que es el undécimo de doce hermanos, tiene continuamente fans a su alrededor, como un escultor-rock, porque goza del éxito que nunca esperaba entre una progenie de amigos, críticos, escritores, artistas y símbolos de la mejor hornada del siglo XX, que son los coetáneos y objetos fraternales de este hijo de la Playa de las Canteras: Manolo Millares, Padorno, la vanguardia de Tenerife y, de fondo, toda la negritud de África, la de Leopoldo Sedar Senghor y las máscaras -los chimbilicocos- de sus travesías al vecino continente.
Chirino verá con sus ojos ahora la fundación que lleva su nombre y saldrá de dudas del olvido, tendiendo una mano al indigenismo de la Escuela Luján Pérez y a la luz solajera de Jorge Oramas, o a las esculturas en la calle entre las que reposa su My Lady (Lady Tenerife) desde hace más de cuarenta años. Cuando Nelson Rockefeller visitó España en los primeros años 60 y Luis González Robles, su amigo del régimen, le confió la recepción del millonario en su casa madrileña de San Sebastián de los Reyes, Chirino -según me contó todavía perplejo- vio cómo las autoridades mandaron improvisar un sendero en el promontorio de la finca para que entrara el coche del yanqui con su mujer. Y comieron huevos con bacon, vino y café. Rockefeller le abrió después las puertas de Nueva York y una galería del Tío Sam vendió su obra durante 30 años de éxito americano y promoción internacional.
Nada de lo que este héroe atlántico, que diría Pepe Dámaso, ha logrado en vida, hasta encaramarse a la élite de la escultura del mundo, es ajeno al hierro y el fuego de su fragua legendaria de Valyunque, próxima a Madrid, quizá la única pertenencia íntima del arte de Chirino que no se aloje en el recinto de su fundación canaria, como un elemento secreto de su casa-taller.