La muerte de Paco de Lucía en una playa de Yucatán dejó sin final el trabajo de cuatro año sobre la aventura vital del guitarrista más notable del último medio siglo. El cineasta Curro Sánchez Varela, que utilizó una toma en la que su padre, por su cuenta y riesgo, despidió el film, recoge ahora las merecidas mieles del Goya al Mejor Documental y la cálida acogida en el Festival de San Sebastián. El nombre y la técnica de este algecireño que dio alcance universal al flamenco están unidos a dos mitos -Manuel Serrapí (1904-1972), conocido como Niño Ricardo, y Agustín Castellón (1912-1990), Sabicas – que, como los toreros eximios, sentaron cátedra y estela de inmortalidad en la historia. Por la naturalidad del personaje y la medida selección de sus temas se explica el éxito, y por el vínculo familiar, que en ninguna secuencia perturbó la objetividad, el relato adquiere mayor interés y crédito. Formado por su padre Sánchez Pecino, “la búsqueda de un lugar al sol”, comienza en una precoz carrera con su hermano Pepe, cantaor de buen gusto y presencia, y en una gira por Estados Unidos con la compañía de José Greco. A partir de ahí, construyó una voluntariosa y apasionante aventura como solista, acompañante de El Lebrijano, Fosforito y Camarón de la Isla -cuyas calidades descubrió en una juerga de amanecida y con el que formó una pareja de leyenda- y con el grupo Dolores, con el que formó un sexteto que, entre 1977 y 2001, grabó tres discos y revolucionó el género, a fuerza de percusiones y ritmos, cante y baile, ganando nuevos adeptos y sin perder jamás la confianza y el favor de los puristas. Motor de la fusión con nuevos ritmos, desde la música clásica, el jazz y la bossa nova, colaboró con colegas internaciones como John McLaughin, Al Di Meola y Carlos Santana en una celebrada y “escalofriante edad de oro de la guitarra”, como la calificó New York Times. En los últimos años, espació sus conciertos y se consagró casi exclusivamente a la composición, entre dos aguas, la bahía de Algeciras y la Playa del Carmen en el Golfo de México. Sinceras y amenas, sus confesiones perfectamente seleccionadas nos presentan a un genio de la calle al que nunca se le subieron a la cabeza los honores públicos y académicos, que declaró lineal sus preocupaciones y afectos y desmitificó palabras mágicas como el duende o la inspiración, que “no es un aliento místico que viene del cielo, sino algo físico, como un momento de bienestar o la acústica de un teatro que te provoca una actuación memorable”.