X
tribuna >

Democracia y partidos – Por Juan Julio Fernández

   

Los partidos son imprescindibles en un sistema democrático, pero son eso, partidos, fracciones del colectivo al que quieren representar y pretenden gobernar. La democracia se quiere ver como el gobierno del pueblo, pero nunca gobierna el pueblo sino el gobierno -redundancia incluida-, con la consiguiente y cada vez más extendida y frustrante burocracia, o sea, con los funcionarios. Para gobernar una sociedad plural y compleja -que no es una comunidad de vecinos-, la democracia -el menos malo de los sistemas de gobierno posible, según Churchill- tiene que recurrir a los partidos y no existe ninguna que exista sin ellos, con lo que, establecidos los sistemas de representación popular que los legitime, acaban gobernando siempre sus dirigentes en el marco de una ley máxima, la Constitución, básica en un Estado de Derecho, de modo que, pacífica, periódicamente y sin violencia, unos gobernantes puedan ser sustituidos por otros. Esta posibilidad es la que distingue a una democracia de una dictadura, a un régimen democrático de otro totalitario, sin partidos o con partido único.

La representación democrática la pueden alcanzar los partidos bien por elección en un sistema directo -es elegido quien tenga más votos en su distrito electoral, caso de Gran Bretaña-, bien de los integrados en una lista -abierta o cerrada- presentada por cada uno de ellos. En el primer caso, el diputado electo responde directamente ante sus electores y puede votar en conciencia al margen de su partido -si es que lo tiene y no se ha presentado a las elecciones como independiente-, mientras que en el segundo está sujeto a la disciplina del suyo, al que se encuentra atado.

La creencia de que en los países en que sus representantes se eligen por un sistema proporcional el pueblo está mejor representado no está fundamentada y la elección de los representantes puede deberse más al influjo de la propaganda que a méritos propios y queda plasmada el día de las elecciones, con intervención, cada vez más, de asesores de imagen y de los medios de comunicación. El anual Debate sobre el Estado de la Nación, tal como se escenifica en España, más que orientado a dar cuenta de los logros concebidos o a denunciar los incumplimientos lo está para crear opinión pública con opinión publicada.

Del reciente que hemos podido seguir en estos días se continúa hablando en los medios, con valoraciones y encuestas para todos los gustos y para mantener el encantamiento, pero quizás lo más destacable de él haya sido la alusión a la ausencia en el mismo de dos formaciones que, sin representación parlamentaria, están cobrando fuerza en la calle, una con raíces en el espacio habitual de la izquierda y otra en el del centro.

Para muchos ciudadanos, desencantados de los partidos con representación, esto es positivo, pero a otros les lleva a pensar que cuántos más partidos haya más difícil será gobernar. No lo valoran así los propios políticos que, instalados en el sistema y conocedores de sus entresijos, no dejan de crear nuevas formaciones para no perder el sillón o tratar de sentarse en alguno. Y si esto es notorio a nivel nacional, en el local y autonómico, donde les resulta más fácil sopesar posibles costos-beneficios de la elección, es mucho más llamativo.

Creo que la gobernabilidad de un país, en todos sus niveles, tiene que ver con la utilización de un sistema -proporcional o no- que fortalezca la democracia, legitime a los políticos y no los lleve a su actual descrédito. La idea -que no es mía, pero que suscribo- es que la misión principal del partido político que gobierne es gobernar y la de la oposición supervisarla, lo que puede explicar la tendencia en las democracias más asentadas al bipartidismo y que una valoración de que la multiplicación de partidos tiene que ver más con intereses particulares y personales que con generales y comunes.

Y todavía se acusa más a nivel local, donde se incrementan los partidarios de que gobierne la formación más votada, buscando entendimientos razonables y puntuales con las demás, si fuera preciso o conveniente, eliminando espectáculos a veces risibles, cuando no bochornosos.