1. Ocurrió durante una cena en el Castillo Negro de Santa Cruz, con motivo de no sé qué congreso. Se habilitó aquel espacio, o quizá la Casa de la Pólvora, para el acto de clausura de la celebración. Y a mà me sentaron al final de una mesa larga, en un lugar de imposible salida urgente. Yo habÃa bebido bastante vino blanco y agua, era primavera, la noche calurosa y pensé por un momento lo que tendrÃa que hacer para llegar hasta un improvisado baño portátil que habÃan colocado por fuera. Calculé que me darÃa tiempo, porque estábamos en los postres, no estaban previstos más discursos -se habÃan pronunciado al principio- y yo podrÃa salir con tiempo de evacuar en cuanto los comensales se levantaran y me dejaran vÃa libre.
2. Pero en esto ocurrió lo inevitable. Pepe Segura, a la sazón presidente del Cabildo, que habÃa llegado tarde, quiso dejar en el congreso su huella indeleble. Insistió en hacer uso de la palabra. Conociendo al personaje y con la vejiga apretada, temà lo peor. Me entró un sudor frÃo, la carne se me puso de gallina, la próstata lanzó un grito de auxilio y me dispuse para vivir lo peor. Era imposible escapar. Y Segura comienza a hablar; pasan cinco minutos, diez, veinte, treinta… No pude más. Ajusté el caño del orÃn a la pernera derecha del pantalón y me dejé ir, con gran alivio.
3.Yo iba de smoking y sentà cómo el orÃn llegaba a uno de mis zapatos y se introducÃa en él mientras chapoteaba con discreción para que el resto de los comensales no se percatara del chorro, que ahora discurrÃa por un viejo canalillo en el suelo empedrado del castillo. El rÃo de aguachirle fue tan lejos como pudo, pero sin molestar a las señoras ni a los caballeros presentes; y yo llegué a mi casa hecho una sopa, sacudiéndome como un pollo, arrimado a las esquinas de la noche de Santa Cruz para no ser visto de esa guisa. Nunca más voté a Pepe Segura, causa de mi desgracia.
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