Aún recuerdo con nitidez cuando se acudía a las urnas con la ideología como bandera, de forma que todos nuestros deseos se delegaban con plena confianza en nuestros representantes públicos, manteniendo la esperanza de que se volcarían en la consecución de los mismos, con trabajo duro y honestidad. Pasan los lustros y aquí estamos, a las puertas de unos nuevos y variados comicios electorales -este domingo, sin ir más lejos, Andalucía elige sus representantes-, en los que la corrupción parece la principal arma arrojadiza entre unos y otros y en donde el “y tú más” se presenta como el eslogan preferido.
La pelea se centra, ya no en la forma en la que se solucionan los problemas, sino en aferrarse con fuerza a los cómodos sillones, amplios despachos y grandes coches oficiales. Y, claro está, el electorado está perplejo. Y está perplejo porque atravesamos nuestra crisis económica (toda generación tiene su crisis económica, incluso dos…) y a lo que se dedican básicamente es a escarbar en la porquería buscando secretos del adversario. Ahora se vota con mucho pragmatismo, incluso tomando a la opción menos mala por encima de que nos pueda parecer la mejor. Es decir, muchos acuden a las urnas tapándose la nariz…
Cuando se aproximan las elecciones la mayor parte de las promesas se basan en hacer todo aquello que pueda sonarnos bien a nuestros oídos: bajar los impuestos y/o subir la inversión. ¿Y por qué ahora, si se siguen teniendo las mismas limitaciones financieras hace apenas un par de meses impuestas por la Unión Europea en aras de cumplir con el pago de nuestras deudas? Respuesta sencilla: porque hay elecciones y eso todo lo cura. Es verdad que el contexto económico algo ha cambiado. Los operadores privados (tanto personas como empresas) han intentado posicionarse bajo unas determinantes condiciones de austeridad (algunas hasta autoimpuestas), limitando al máximo su endeudamiento y generando eficiencias no conocidas en nuestra historia reciente. Es obvio que en este tipo de procesos hay unas partes que siempre ganan más que otras, ya sea en el corto, el medio o el largo plazo, siendo la devaluación interna la principal protagonista de esta película.
Hay que entender el desasosiego, el descontento, el cabreo, el hartazgo, o como se le quiera denominar, de una ciudadanía que ha estado cumpliendo con sus obligaciones legales y administrativas a lo largo y ancho de toda su vida para que ahora se le diga que lo que hizo no fue suficiente y que ahora, o se queda sin aquello a lo que tenía derecho porque fue pagado, o si quieres algo más, le pasamos la factura. Hay que entender a una sociedad a la que se le ha dicho que ha vivido por encima de sus posibilidades de financiación y ahí es donde nos puede entrar un incontrolable ataque de risa. ¿Quién ha decidido dónde, cómo y en qué gastar (o invertir) los dineros públicos? ¿Quién ha asignado dichos presupuestos construyendo infraestructuras más afines con una deidad que con personas mortales? La economía es una ciencia en donde se nos orienta a cómo distribuir los recursos (siempre escasos) de una forma eficiente y equitativa, alcanzando óptimos en donde ya nadie pueda mejorar sin que el resto empeore. Tal vez lo que ha sucedido es que los cargos públicos se han llenado de personas que no tienen sitio en la gestión privada porque, discúlpenme si ofendo, no tienen capacidad para ello.
Ya no vale sólo con acostarse por las noches y pensar si se ha sido consecuente con cada uno de nuestros actos. Es bueno mirarse al espejo por las mañanas y no tener vergüenza de ver lo que allí aparece reflejado.
Puede que lo que he manifestado en este artículo a algunos les pueda parecer agrio e incluso injusto con buena parte de la clase política. No me lo tengan en cuenta, aunque estoy seguro que no son pocos los que piensan como yo. De todos modos, seguro que después de estas elecciones, todo cambia… ¿O no?