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Rosa, Rosísima – Por Ana Martín

   

Confieso que puestos a elegir Rosas en este país, me quedo con la Regás. O con la Montero. Incluso, con la confusa dicción y la ternura que sigue desprendiendo Rosa López, la joven de Armilla que nos ganó en el primer Operación Triunfo. Y, sin embargo, la que más esfuerzos ha hecho -en vano, parece- por ser la indiscutible flor de este Estado complejo es Rosa Díez.

Nunca me fié de ella, lo cual no es achacable del todo a su comportamiento, sino a una inevitable animadversión por los conversos que sufro desde siempre. No me gusta Rosa Díez, como no me gusta Jorge Verstrynge, de la misma manera que no me gustan los exfumadores que se convierten en perseguidores de aquellos con los que antes compartían vicio y mechero. No es culpa suya.

La Rosa Díez que defendía con pasión las tesis socialistas, que hizo el grueso de su carrera pública gracias al PSOE creyó, un día, que ella sumaba votos a las siglas y no al contrario. Y no hallando respuesta a lo que entendía merecer en el seno del partido en el que militó su padre y en el que creció como política, decidió crearse uno a medida. Tan a medida, tan Luis XIV, que el partido era ella.Unión Progreso y Democracia, nacido en 2007 como consecuencia inevitable de la plataforma Basta Ya, se dedicó, con todas sus fuerzas, a combatir al nacionalismo, fuera éste del signo que fuera, a reprochar al socialismo de Zapatero su política antiterrorista, su coqueteo con las autonomías más díscolas y a recabar los apoyos de gente con notoriedad social como Fernando Savater, Albert Boadella o Álvaro Pombo. También reclutó, en una maniobra cuyo propósito nunca he logrado entender, a Toni Cantó, que creyó que este nuevo escenario podría servirle para decir todo lo que pensaba, que más allá de unas cuantas boutades y salidas de tono en Twitter, se ha demostrado que es  bien poco.

Pero el partido era ella. Y una vez alcanzados los cinco inimaginables escaños en el Congreso de los Diputados y la notoriedad que le dio ser azote del gobierno, Rosa creyó que también España podía ser suya. No contaba con la oposición interna, cada vez mayor, con que los enanos crecen, también en los partidos unipersonales y con que ella no es el cacique decimonónico al que se le vota siempre, sin importar las siglas. No midió los tiempos, ni las circunstancias. No contó con el creciente malestar de un pueblo harto de realidades maquilladas y de paro galopante. No contó con Podemos, porque Podemos no le preocupaba. Pero, sobre todo, no contó con Albert Rivera y su Ciudadanos. Un partido también unipersonal, nacido con la pretensión de oponerse al nacionalismo catalán, que ha ido, poco a poco, ocupando el espacio político e ideológico del partido de Rosa -y del ala menos radical del PP- sin que nadie, ella menos que nadie, se diera cuenta. Hasta hoy. Tras las elecciones andaluzas, en UPyD fue el llorar y el crujir de dientes ante la debacle de una formación que, dicen sus críticos, debió haber pactado con Ciudadanos en lugar de dejarlo crecer como un ingente Edipo que ha acabado por matar a su padre. Pero, de puertas para afuera, la tragedia se tornó en arrogancia y quien mejor representa esa figura es Rosa, Rosísima Díez, más Rosa que nunca.

Así que culpabilizando a los andaluces “que siguen votando a los corruptos”, sin atisbo de autocrítica, Rosa se atrincheró en su escaño y en su partido que, a estas alturas, cuando se publique este artículo, debe haber decidido ya en su Consejo Político si el magenta ahora es más o menos Rosa.Y dará igual. No pasará nada. Será un nuevo capítulo de tantos que se escriben en nuestra historia política. Si gana, trabajará, como hasta ahora, para ser llave del Gobierno, a sabiendas de que eso es inalcanzable. Lo hará manu militari, porque arrestos no le faltan y porque la mitad de sus huestes está en franca retirada, cuando no en fuga.

Y si pierde, tendrá que irse. Aunque se irá dando la batalla. Sin entender que los ciclos se acaban y que los partidos son criaturas cuasi mitológicas que, cuando se trata de sobrevivir a las crisis, no respetan a nadie. Ni a la madre que los parió.