Para las que fueron abuelas en el olvido y las tatarabuelas que morían en cada parto. Aquellas que no sucumbieron a la llamada de las descargas fusileras y lavaron heridas irremediables; para las que mantuvieron esas otras heridas, las de la memoria, tan latentes que aún gritan en las plazas por las osamentas de sus hijas e hijos; por aquellas que un buen día se subieron a una tribuna a enseñar los arcanos de la física y la política bajo la mirada inquisidora de la envidia; aquellas que hicieron algo por saludar a una mañana repleta de nubarrones de grises y supieron resolver la ecuación de la historia imaginando una primavera dulce; aquellas que saltaron de las pantallas y enamoraron a medio mundo pero también para aquellas que se comprometieron y también a las que sucumbieron al miedo del acero y el miedo; aquellas que no vivieron la libertad de abriles ni marzos conmemorativos; aquellas que se quedaron en la estacada de una cocina grasienta rodeada de violencia mustia en una tiranía de silencio; a aquellas que tuvieron el valor de mandar al carajo a aquel que le regalaba un ramito de violetas y no le permitía abrir una cuenta de ahorro ni salir a la calle no acompañada; aquellas de ultramar y las que se quedaron, las que tuvieron que transitar entre vómitos en un camarote atestado de gentes de miradas de cenizas, cruzando el océano “mandadas a llamar” por un marido al que no conocían; a aquellas a las que su madres en la noche de boda les daban una toalla y ninguna explicación salvo la advertencia de permanecer callada y sumisa; a las que no pudieron gritar por su vida ni jamás tuvieron un orgasmo ni fueron francesas fumadoras de opio ni estuvieron en la Fábrica de Warhol; hablo de aquellas a las que hoy recuerdo más que nunca; a las hermanas pequeñas, a las de cuatro varones y tres hembras, a las que no les quedó otro remedio que arramblar con los días, los meses y los años y cuidar a abuelos, nietos, sobrinos y medio barrio; las que nacieron en la nieve en una Europa desangrada y a las que desnudan sus pechos frente a los ángulos mortales de las armas en Ucrania, Sudán, en el mundo entero. A la lágrima primigenia que nunca ha dejado de precipitarse; a las que se resisten a ser víctimas; a las que no pueden con su alma, hoy, 8 de marzo y siempre, ¡olé tus santos ovarios!